MATERIALES 7. LA TOLERANCIA Y SUS POSIBLES LÍMITES.
http://creatividadfeminista.org/libros/gratis/multiculturalismo.pdf
El referido texto de A. Arteta está en en las páginas 55 y sgtes.
Tome postura frente a dicho texto, detalle qué argumentos le convencen y cuáles no y trate de buscar en él tesis discutibles.
No es necesario hacer comentario escrito de esta lectura. Se debatirá oralmente en la semana del 19 de diciembre, en horario de clase.
Aurelio Arteta La tolerancia como barbarie
« ... el dicho de aquel lacedemonio que, al ser alabado el rey Carilo, dijo:
¿Cómo puede ser hombre bueno el que ni siquiera es severo con los malos?»
(Plutarco, Moralia)
El otro enemigo de la tolerancia: el tolerante
La tolerancia aparece como demanda política y virtud moral allí donde está amenazada la libertad o incluso la vida de las personas a propósito de sus creencias o modos de vida; o sea, en el seno de una sociedad que no sólo las desprecia por diferentes, sino que las persigue por peligrosas. Así surgió en medio de pasadas guerras de religión y reaparece todavía hoy, aunque bajo otros rasgos, en las llamadas sociedades multiculturales. Aquí la ocasión de la tolerancia es precisamente la realidad brutal de la intolerancia; su objetivo, acabar con todo género de injusta discriminación civil.
Pero hay un aspecto de la tolerancia más oculto y disimulado, en el que ya no es la vida física de los individuos, sino su desarrollo moral, lo primero en correr peligro; ni es tampoco la libertad política de ciertos grupos, sino de la sociedad entera lo que está puesto en cuestión. Parece un fenómeno estrictamente contemporáneo y propio de las sociedades democráticas avanzadas. Ya no es la intolerancia, sino más bien el talante habitual de la tolerancia misma y el riesgo de sus abusos lo que merece constituirse en objeto de atención y prevención. Pues se diría que aquella virtud ha degenerado en vicio. Cierto que este nuevo abordaje más mediato y complejo supone ya felizmente rebasado por regla general aquel estadio histórico o cultural en el que la tolerancia era tan sólo una aspiración. Pero su gravedad presente estriba en que el mal resulta más invisible de tan amplio y difundido, hasta el punto de ser probable que el propio observador crítico se halle también sumergido en él.
Y a fin de cercar cuanto antes el enemigo a batir, diré que no se trata tanto de lo que cabría denominar tolerancia vertical como de la horizontal. Esto es, no de esa tolerancia que puede y debe manifestar todo poder hacia sus subordinados, sino de la que personas de igual condición jerárquica nos prestamos unos a otros. Ni tampoco apunto sólo a la tolerancia pública, ésa que se aplica en particular a los dichos y hechos propios de la vida ciudadana, sino también a la privada y la que concierne a nuestras opiniones y pautas de vida como simples individuos. Más que la tolerancia civil acerca de cuestiones prácticas (es decir, ético-políticas), en buena medida ya consagrada en nuestros textos constitucionales, me importa la tolerancia social y cotidiana. Aún más que la tolerancia instituida como norma positiva, interesa examinar ese universal espíritu tolerante que bajo múltiples usos impregna la atmósfera de nuestro tiempo.
Me refiero ante todo a esa forma de tolerancia que en los últimos años ha recibido diversos nombres: indiscriminada o pura (Marcuse), negativa (Bobbio), insensata (Garzón Valdés) y otros cuantos. La llamaré falsa tolerancia (o con otros varios calificativos, según exija el contexto), para contraponerla a la genuina o verdadera. Pues su carácter falaz radica en las graves deficiencias de que adolece y que pueden presentarse juntas o por separado. Digamos que el sujeto de esta tolerancia carece, para empezar, de convicciones propias en grado bastante como para enfrentarlas a cualesquiera otras, y entonces aquella tolerancia se confunde con la indiferencia o el escepticismo. O le faltan buenas o suficientes razones para tolerar, y en tal caso aquella actitud procede de una ignorancia más o menos culpable. O, en fin, arraiga en la flaqueza de su voluntad y de su compromiso con el otro o con su sociedad, por donde su transigencia aparente obedece más bien a una real dejadez, pereza o cobardía.
Claro que la falsa tolerancia puede además nutrirse de otras oscuras raíces y ser el disfraz que encubra disposiciones tan poco encomiables como las citadas. Entre ellas, la simple burla de la dignidad humana o, cuando menos, esa misantropía que nada bueno o verdadero espera del hombre. O también el miedo que engendra una tolerancia amedrentada, que concede tan sólo por desconfiianza en el propio poder o por temor al poder del otro. Un miedo, por cierto, que no es a las consecuencias morales de la tolerancia ni a los eventuales perjuicios sociales y políticos que se deriven de lo tolerado, sino más bien a las previsibles represalias que pueda maquinar el individuo o el grupo no tolerados. O, asimismo, el puro conformismo con lo que está mandado que a menudo late bajo la tolerancia, y que se ensalza tanto en la presunta virtud del «profesional», que se limita a hacer bien su trabajo, como en la del ciudadano sumiso y despreocupado.
Pero, en todo caso, estamos ante una falsa tolerancia porque tiende a rebasar sus límites y a tolerar lo intolerable. De ahí que sea una tolerancia contradictoria, por lo mismo que conduce a negar sus propios presupuestos. Habría también que llamarla tolerancia vacía: si tanto tolera, pronto nada tendrá que tolerar; en realidad, estaría obligada a censurar cualquier pronunciamiento positivo que perturbe la epojé en que se recrea. Y será una tolerancia fácil y cómoda, porque poco tendrá que resistir y soportar. Según el diccionario, tolerar es «permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente». Pues bien, la auténtica tolerancia tan sólo tolera (y es la que propiamente tolera), porque no renuncia a la búsqueda de la verdad o del bien más apropiados; la falsa, que abandona de entrada todo cuestionarse, acaba comulgando con todo lo tolerado. Aquélla es una convicción, por importante que sea, además de otras; ésta, en cambio, la única convicción o, siquiera, la más firme.
Que esta clase degradada de tolerancia mantiene una estrecha relación con la barbarie parece una hipótesis nada arriesgada. Ella misma se ofrece ya como una forma de barbarie, en su acepción —próxima al uso de Ortega en La rebelión de las masas— de pobreza intelectual y confusión de categorías, criterios y valores morales o políticos. Más aún, aquella falsa tolerancia prepara o alimenta indirectamente la barbarie si ésta se entiende como disposición a la brutalidad en la convivencia civil. Y así, por último, también esta tolerancia es bárbara en la medida en que se muestra como síntoma y producto obligados de aquella barbarie en cualquiera de los dos sentidos antedichos.
Hasta cabría señalar al menos dos circunstancias en las que el vínculo entre ambos conceptos sale reforzado. De un lado, en función del grado en que la tolerancia sea predicada como la virtud pública por excelencia en una sociedad democrática. Pues es de temer que, al quedar todas las demás virtudes cívicas supeditadas a ella, no haya de hecho ninguna y tal sociedad resulte despojada de la potencia capaz de enfrentarse a las fuerzas que pugnan por abatirla. De otra parte, existe el riesgo de que esta blanda tolerancia consienta que la barbarie crezca según la extensión y «naturalidad» con que esta barbarie se instale socialmente. Lo que en un primer momento pudo provocar una mayor hostilidad frente a los bárbaros intolerantes, puede después también —por disminuir la extrañeza de quienes les hacen frente o ganar terreno el cansancio— acrecentar el crédito y conferir alguna dignidad a su causa. La continua cesión del tolerante acentúa la intolerancia contraria, por más que paradójicamente se experimente de un modo más mitigado.
Así que habrá que dirigir una mirada crítica sobre la noción y la práctica de la tolerancia, no sea que ésta se desvíe de su cometido y entre en conflicto insuperable consigo misma. Es cierto que la tolerancia como tal resulta fruto, entre otras raíces, de la necesaria cautela de la razón (política o teológica) respecto de sus propios límites o hacia sus propios excesos. Pero no lo es menos que esta otra torcida tolerancia brota como resultado de una revuelta contra la misma razón; que se me conceda siquiera que ése parece hoy su principal riesgo. Al empeñarse en semejante tarea crítica, uno sabe que se expone no sólo a provocar la ira de los creyentes en este dogma de nuestros días, sino al peligro cierto de incurrir por inadvertencia en el dogma contrario. Pero todo lo dará por bien empleado si logra remover un tanto la certeza «progresista» adherida a aquella tolerancia o simplemente la actual convención que la impone como norma de urbanidad, bajo la que se esconden confusiones o necedades de resultados sin lugar a duda reaccionarios. Vengamos ahora tan sólo a apuntar algunos de sus síntomas más notorios.
Los lugares comunes de la falsa tolerancia
Como no podía ser menos, el lenguaje del día recoge en ciertas fórmulas usuales y manidos tópicos los lugares comunes de esta tolerancia.
Valga de entrada ése —y hace sonrojar tener aún que recordarlo— de que «todas las opiniones son respetables» o el de que «respeto su opinión, pero no la comparto», que resume la quintaesencia de lo que aquí se denuesta. Dejemos de lado la incoherencia de una opinión que, en su mismo enunciado y puesto que admite lo respetable de la proposición contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad, o sea, su falta de respetabilidad. Pues las opiniones no requieren respeto, como se sabe a poco que se conozca su naturaleza, sino más bien su libre contraste recíproco por si de él brota un saber mejor fundado. Si se prefiere, será su confrontación con otras el único «respeto» que las opiniones merecen y la mejor señal de que las tomamos en serio. No son, pues, las opiniones, sino el sujeto personal que las emite el que reclama respeto, y, si siempre hay que prestárselo, ello será con demasiada frecuencia pese a lo erróneo o desaforado de sus opiniones. Reconocer la dignidad del individuo humano no significa rendirse de antemano a lo acertado de sus juicios, sino, al contrario y llegado el caso, probar su debilidad e invitarle a modificarlos.
Y es que, además, la confianza en la veracidad del interlocutor o en la intensidad de sus convicciones nada tiene que ver con extender un crédito ciego a su presunta objetividad o con descuidar los efectos prácticos —tal vez nocivos— de sus creencias. Ni es lícito pasar de un solo salto, como suele ser tentación del tenido por tolerante, del derecho a la libertad de pensamiento o de su expresión al derecho a la verdad de lo pensado o expresado.
Pero lo que se revela al fondo de esta engañosa tolerancia es un desprecio inocultable hacia las ideas en general. Si se confiesa que todas valen por igual, tanto las toleradas como las de quien las tolera, entonces se viene a consagrar el principio de que ninguna vale en realidad nada. Lo más probable es que un tal desdén hacia las ideas y, aunque involuntario, también para quien las sostiene (la reserva o el odio hacia el intelectual sería el caso ejemplar) proceda de la propia escasez de nociones y del descrédito del ejercicio racional por parte del desdeñoso. Pero tampoco es inusitado que, junto a esa debilidad teórica, esté operando bajo esta tolerancia una especie de contrato perverso. De igual manera que proclamo mi deseo de que «nadie se meta conmigo porque yo no me meto con nadie», estoy dispuesto a tolerar lo que se tercie no ya por consideración al otro —y menos aún a sus ideas—, sino para asegurarme su recíproco consentimiento para mis propias ocurrencias o extravagancias.
De suerte que cualesquiera opiniones deben ser aceptadas por irreprochables sin someterlas a la prueba de su discusión. Tan sensible es el débil tolerante de nuestros días a todo lo que ofrezca visos de coacción, que hasta la misma fuerza argumentativa se le antoja un modo de indebida obligación. Y así, ante la previsible réplica enojada de «No querrá usted convencerme», el buen tono exige al que desea encauzar las cosas por la vía del razonamiento a disculparse por adelantado, «No pretendo convencerle, pero ... », o a anticipar un «sin ánimo de polémica ... ». Lo que parece presuponer que las ideas manifiestas, públicas por definición, pertenecen a un orden íntimo e inaccesible en el que. estuviera vetado adentrarse. Se asume asimismo como prejuicio poco menos que evidente la ineficacia de la discusión racional o el supuesto de que todo choque dialéctico enfrenta más a los discrepantes que a sus respectivos puntos de vista. O se olvida que, por personales que se figuren, muchas opiniones en materia práctica traen consigo consecuencias inmediatas o mediatas sobre la comunidad de los hablantes. O se da, en fin, por sobreentendido su carácter inmutable, reacio e inmune a toda argumentación, como si procedieran de un espacio ajeno al del pensamiento; por decirlo de una vez, del mundo del sentimiento, allí donde se fraguan las adhesiones inquebrantables.
Al final, abandonado en aras de la tolerancia el terreno del debate teórico, la consigna llama a refugiarse en la tolerancia de las emociones como último reducto. Se viene entonces a decir que son los sentimientos, en tanto que espontáneos e irrebasables, los que deben ser respetados por igual. Pero no nos dejaremos engañar por esta nueva falacia. Primero, por la obviedad de que no todos los afectos ostentan el mismo valor moral ni producen parecidos efectos en la conducta individual y colectiva: bastaría comparar, si no, la compasión con la envidia. Después, porque ese mundo afectivo no está por principio exento de un núcleo de racionalidad, como lo indica el hecho de que todo sentimiento transporta siempre alguna percepción de lo real y un juicio valorativo. De suerte que los sentimientos no marcan fatalmente nuestro destino, sino que son desde luego educables. No es, pues, forzoso tolerar la emoción que nos parezca infundada o socialmente nefasta; cámbiese si viene a mano la percepción y el juicio moral que la alimentan, y aquella emoción se habrá transformado en otra más apta.
¿Y qué es lo que manifiesta el latiguillo acostumbrado de que un cierto comportamiento o la expresión de cualquier idea «es algo perfectamente legítimo ... »? Se diría que es la aplicación extemporánea de un molde jurídico-legal y, sin que apenas se note, el deslizamiento desde el plano de la legalidad al orden de la legitimidad moral. En pocas palabras, la reducción de todo problema práctico a una cuestión de Derecho.
Esta juridización de lo social y de lo moral no sólo implica de nuevo confundir los derechos de las personas y la libertad para ordenar sus vidas con el sedicente «derecho» de sus ideas o lo justo de esos modos de vida. Es también el mecanismo que hace imposible toda crítica. Se plantea, por ejemplo, la conveniencia de una conducta, su sentido personal o colectivo, los factores que la fomentan o los efectos que de ella puedan seguirse. Indefectiblemente la respuesta será que el sujeto de tal conducta tiene derecho a ello («está en su perfecto derecho»), y sanseacabó el debate. Como si sólo se tratara de dictar permisos o averiguar culpabilidades, el juicio sobre cualquier quehacer, proyecto, gusto u opinión queda zanjado en esos términos al instante. Lo valioso se ha transmutado en lo válido. El interés primero por la explicación ha cedido ante el interés por la justificación y, por cierto, por una justificación legal que parece subsumir sin más toda justificación moral. Según eso, será bueno o, como poco, tolerable lo que el Derecho permite o no condena expresamente como punible. Eso que comienza por ser tolerado acaba, por la fuerza pregnante de la ley y la costumbre, por ser consagrado poco menos que como indudable y fuera de discusión o sospecha.
Mediante tan cómodo como necio procedimiento, el qué mismo en cuestión desaparece en beneficio del se puede o no se puede. Y del se puede se transita sin dilación al se debe, de tal modo que, si algo resulta legal, entonces pasa a ser plenamente legítimo. Esta indebida inflación del punto de vista jurídico se erige en método habitual de la falsa tolerancia. Y así, so pretexto de respeto a la persona y de tolerancia hacia sus ideas, se impide como anatema el juicio sobre la verdad de esas ideas y acerca del valor de su conducta.
Un mecanismo distinto actúa en esa réplica recurrente según la cual «A mí me parece muy bien, pero...», con la que quien tolera procura granjearse cuanto antes la simpatía del contrario o siquiera evitar su cólera. Podría tratarse de una especie de tolerancia aduladora. Mas, por lo general, ahí se encierra sin apenas disimulo la voluntad de tomar distancia con respecto al juicio de uno mismo, el rechazo a fundirse con la propia idea. Sea por temor a ofender o por miedo a discrepar, el otro ha de saber que soy de los suyos o que no me aparto de la norma establecida. Esta pazguata tolerancia nace del pavor a insinuar siquiera la apariencia de dogmatismo, a dar pie alguno a que se nos reproche el más grave de los pecados, o sea, la intolerancia. Poco importa que aquella fórmula ejemplar incurra en la abierta contradicción de que su segunda parte niegue tan tranquila lo afirmado en la primera. Lo que importa es el mero formalismo del decir aceptable, aun al precio de la vaguedad o falsía de lo que se dice.
Su visible conformismo o cobardía se esconde asimismo bajo otras expresiones, como esa de que «cada uno es muy libre para ... », por más que el tolerante intuya o sepa a ciencia cierta los estrechos márgenes en que la libertad propia y ajena se desenvuelve o las escasas dosis de conocimiento que la adornan. Laten también bajo aquella otra muletilla del «ya somos bastante mayores para ... », con la que solemos demandar la deferencia ajena para nuestras convicciones y decisiones, o la de «ya es mayorcito para ... », que nos sirve para desentendemos con buena conciencia del prójimo en alguno de sus malos pasos. Pero aún podemos escudarnos tras una imagen de tolerancia cuando recurrimos al «simple comentario» para así libramos de la sospecha de que osamos emitir un juicio. El omnipresente «comentar» es un decir que no se arriesga. Quien sólo «comenta» está dispuesto a tolerar todo lo que se comenta; en suma, confiesa que habla por no callar.
Así se comprende, en fin, el triunfo indiscutible del y de lo normal, de la normalidad y de la normalización. ¿O no se ha vuelto hoy norma universal elogiar a alguien diciendo que «es una persona de lo más normal»? ¿Acaso no ganan terreno cada día las políticas «de normalización», sea lo que fuere lo así normalizado?
Esto normal comienza siendo lo sociológicamente mayoritario, lo estadísticamente corriente, pero acaba por ser lo moralmente debido. Si algo es habitual, si alguien es del montón, entonces el uno y lo otro son como deben ser. Lo normal deviene la norma ideal, y pobre de aquel que se aleje de ella o la ponga en solfa. Ya es paradójico que la mediocridad, lejos de ser vergonzosa y por ello en lo posible puesta al abrigo de la mirada ajena, se exhiba como muestra de la propia excelencia. Tocqueville fue el primer testigo de esta inversión propia del estado social democrático. Opinar y hacer como opinan y hacen casi todos: he ahí el más alto deber en una época democrática que bien podría tildarse en tantos aspectos de mediocrática. «Opinión pública, perezas privadas», dejó ya sentenciado Nietzsche hace más de un siglo.
Bueno es que la buena tolerancia sea la norma de nuestras relaciones sociales. Lo malo es que aquélla se falsee y, de ser la acogida privada y pública del diferente, se transmute en consagración satisfecha del «normal» y en persecución oculta o declarada del extraño, sobre todo cuando éste se revela superior. Esta intolerancia hacia el distinto por excelente es una secuela de la tolerancia gregaria. En otras palabras, el precio para ingresar o ser estimado en el seno del grupo, el coste de calmar las inquietudes o ahuyentar la soledad que el esfuerzo reflexivo podría depararnos; la venganza dictada por el hombre «normal» contra el que le supera o lo que no entiende. Es la tolerancia interesada o temerosa de quien recela perder en la lucha por el reconocimiento. O es, en palabras de Ortega, la tolerancia que se arroga el derecho a lo vulgar, el derecho del hombre ordinario a entronizar socialmente su vulgaridad. No hará falta añadir que quien se oponga a sus pretensiones será acusado ipso facto de elitismo intolerante.
Una ética de amplias tragaderas
La atmósfera moral reinante, el ethos colectivo occidental, rezuman esta falsa tolerancia. Señalemos tan sólo algunos de sus componentes más extendidos.
Sea el primero —como es harto sabido— el relativismo, tanto en su versión epistemológica como en la cultural y moral. Nada más cierto todavía que lo que A. Bloom escribió hace algún tiempo: «Hay una cosa de la que un profesor puede estar absolutamente seguro: casi todos los estudiantes que ingresan a la universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa. Si se pone a prueba esta creencia, la reacción de los estudiantes será, sin duda de incomprensión ( ... ) Sólo tienen en común su relativismo y su fidelidad a la idea de igualdad.»' Así que, descartada de plano por absurda toda aspiración a un saber objetivo y universal acerca de lo humano, lo único indudable es la duda y la sola creencia universal es la fe en el valor incomparable de lo singular. Ni hay jerarquía entre culturas o modos de vida, ni hay tampoco valores o prácticas que puedan reclamar validez ni superioridad alguna fuera de sus nichos culturales o de sus límites históricos.
¿Hará falta recordar los contrasentidos en que se mueven tanto este relativismo antropológico como la ingenua tolerancia que en él se baña?' Pues bien podría ser que el respeto a las culturas ajenas y el reconocimiento del otro llevaran, en más de un caso, a tolerar culturas que no toleran al otro. El relativismo aconseja parangonar todas las diferencias, pero tiende a olvidar que hay diferencias (prejuicios sexistas o racistas) que provienen sólo de la más hiriente desigualdad. De suerte que su coherencia abocaría a la incoherencia de ser benigno, por igualitarismo, con el antiigualitario y, movido por su espíritu pacifista, a acoger al más belicoso. Son algunas de las antinomias a que conduce una tolerancia que pretende la más exquisita neutralidad moral; y que —acaba topando con los ideales de libertad o derechos humanos.
Porque el afán de proponer algunos de nuestros valores como los más elevados no es señal cierta de esa forma de intolerancia que sería el etnocentrismo. Al fin y al cabo, nota característica de aquellos valores es la confianza en su capacidad de ser racionalmente transmisibles a todos. Etnocentristas e intolerantes de veras son quienes juzgan su peculiar cultura, no ya como única, sino como incomunicable al resto de la comunidad humana. Por lo demás, el que cree en valores universales tales como la libertad y la igualdad tolerará mal aquellas tradiciones, por diferentes que 1 sean, que los ofendan. Como no ampara al individuo frente a esas culturas que sofocan sus diferencias como tales individuos, esta indulgencia cultural equivale al más rancio conservadurismo; disfrazado, eso sí, de gusto por lo exótico.
Tampoco es difícil desmontar la tolerancia asociada al relativismo moral en general, a menos que se reniegue de las potencias de la razón práctica común o de la posibilidad de acudir a un tribunal que emitiera su veredicto sobre los crímenes contra la humanidad. La ética no está sólo a merced de una cultura o de su tiempo ni tolerar equivale a dar por buenos los valores vigentes en una sociedad. Pues los valores no son algo dado, que manifiestan lo que somos, sino también lo que aún no somos y queremos ser. Tolerar sin más lo que somos entraña cerrar la puerta a (no tolerar) lo que pensamos que debemos ser.
Esta tolerancia de amplias tragaderas se delata en su llamativa ausencia de indignación moral. Ha desaparecido la capacidad de detección de las injurias perpetradas a diario contra la dignidad humana, porque aquella condescendencia las vuelve de hecho invisibles; a lo más, la tolerancia tiene ojos para las atrocidades espectaculares y sólo entonces acepta quedarse en suspenso. El caso es que, aun si contara con aquella aptitud para la indignación, carecería de razones suficientes para combatir su objeto. El tolerante no es propicio a ofenderse; tolera en la medida en que no se indigna.
Tal vez ello dé razón del socorrido tópico por el que se dice preferir el malo listo al bueno tonto. Como si fuera una saludable reacción frente al agobio de pasados tiempos virtuosos, en lugar de reservar al malvado su abierto desagrado nuestra época tolerante parece dotarle de un aura de la que antes carecía. Sea como fuere, se confiesa tolerar la maldad, pero no la insensatez; ésta es más capaz de causar nuestro desagrado que aquélla.
Y es que la indignación, un afecto que acompaña a la virtud de la justicia, goza en la actualidad de un escaso prestigio que la sitúa muy próxima a la intolerancia. Su gesto excesivo o apasionado es bastante para condenarla o reprimirla como muestra de mal gusto o desmesura. Si la tolerancia está reñida con la indignación (y, por eso mismo, con la auténtica compasión), seguramente se debe a que el mal no le conmueve o le conmueve menos. Rozado y limado por todos los costados de su personalidad moral, el tolerante no sólo ha perdido las aristas con que pinchar a otros, sino también buena parte de la propia superficie que pueda ser herida. De ahí su falta de órgano para el escándalo moral. Como todo ha de ser tolerado, el sobresalto ante el mal no culminará en la queja ni en un recordatorio de los principios atropellados. Antes de ello, nuestro hombre estará más bien tentado a culparse a sí mismo de su incipiente escándalo, como si fuera el residuo de una intolerancia que aún no ha sabido domeñar del todo. Si hemos convenido en que al otro le asiste la razón o el derecho a disentir en lo que guste, ¿por qué escandalizarse de lo que pudiera decir o hacer?
Pero también el inmenso descrédito de la admiración moral ofrece una prueba indirecta del triunfo de una satisfecha tolerancia. Cuando se tolera todo, es que nada se admira. Si bueno por antonomasia es quien tolera, no pueden ser buenos ni el héroe, ni el santo, ni el genio ni el sabio: a fin de cuentas, todos ellos representan en grado excelso otras tantas figuras de la intolerancia. Nadie hay a quien imitar, si se exceptúa al tolerante, o sea, al «nominal»; éste se ofrece como el único modelo admirable. Fuera de eso, cualquier entrega a la admiración es peor que un prejuicio: es una humillación intolerable. ¿O no habíamos tolerantemente quedado en que «nadie es más (ni menos) que nadie»?
Si se consiente hasta el mal, tal vez sea porque no se alberga idea lo bastante nítida del bien. Lo que vale tanto como decir que a la banalidad del uno le corresponde como su envés la banalidad del otro. Nada hay, ni en bueno ni en malo, que merezca el título de ejemplar. Al igualar por idéntico rasero proyectos, conductas o pensamientos, la tolerancia rebaja o asciende de categoría moral a todo cuanto toca, con el resultado de que todo sale malparado en su propio valor. Cuando menos, se admitirá que la moderación que conlleva no la vuelve proclive al entusiasmo: un «entusiasmo tolerante» o una «tolerancia entusiasta» suenan a dislates. ¿Y si esta supuesta benevolencia, hoy elevada a máxima potencia o virtud, fuera más bien un signo de impotencia no confesada?
Lo cierto es que de ella no emana el compromiso moral con un otro preciso ni con una causa en particular (salvo la de la tolerancia misma). Su compromiso es más negativo que positivo: se diría que el tolerante se instala en el firme compromiso de no comprometerse. Su abstención será mejor o peor fundada, contendrá dosis variables de buena voluntad o de cinismo, pero en todo caso tendrá que renegar del derecho o del deber de injerencia. Sea por indiferencia disfrazada de respeto al otro, sea por horror a invadir el territorio de su libertad (aunque ésta haya sido ya ocupada) y provocar su presunta humillación, nuestro pasivo tolerante se prohíbe la entrada en los asuntos ajenos, lo mismo públicos que privados.
Ya no hay, pues, que formar la voluntad del sujeto en los motivos de su elección moral, sencillamente porque ya no tiene que arriesgarse a elegir. El tolerante por exceso sugiere aceptar a la vez todas las opciones en juego (esto es, de hecho, no optar por ninguna), puesto que a todas las juzga igual de válidas y tolerables. La debida tolerancia mantiene una dolorosa tensión en la persona que accede a convivir en paz con quien, aunque dotado del derecho que él mismo le reconoce, ofende sus convicciones. Esta otra tolerancia falsa protege a su sujeto de cualquier desgarramiento moral, porque comienza por privarle de toda convicción y del penoso trabajo de decidir en conciencia.
Transigencias democráticas
Pero donde la tolerancia pura encuentra campo abonado para su labor de zapa es en la política, tal como se plasma en ciertas maneras y prácticas institucionales del régimen democrático que conocemos. Hoy florece como nunca una blanda, bienpensante, contagiosa tolerancia democrática.
Ella es sobre todo la que permite y al tiempo expresa el predominio indisputable de la «forma» democrática sobre sus reales «contenidos». La picajosa intransigencia en las formas (cauces de la representación, trámites parlamentarios, regla de las mayorías, etc.) es el otro rostro de una amplia tolerancia hacia los contenidos. Por indeseables que sean los que se cuelen, al final dejan de considerarse así con tal de que hayan venido por la gatera reglamentaria. La atención preferente a lo correcto no deja de ocuparse demasiado de lo justo. El gran mérito de la democracia estriba sin duda en la imposición de su procedimiento en la vida pública; su clamoroso fracaso, en cambio, procede de que muchos de sus más ansiadas metas se hayan agotado en esa mera forma, de que su forma sea todo su contenido.
Si el régimen democrático no ha cumplido sus mejores promesas, la tolerancia entrañada en sus reglas de juego tiene en esa decepción buena parte de culpa. Una tolerancia así de limitada no pone los límites debidos a la injusticia; al contrario, con harta frecuencia tiende a asentarla. Hay, pues, que desechar «una concepción enfática y fetichista de las «reglas de juego» democráticas, como normas que simplemente hay que respetar y aplicar —cosa, por otro lado, necesaria— y no en cambio (e indisolublemente) como punto provisional de llegada que hay que defender y en el que no hay que detenerse, estableciendo otras reglas formales para su posterior, y no garantizado, desarrollo Pues, tal como sucede con la democracia, en cuanto la tolerancia que la distingue se contenta con lo alcanzado, se traiciona.
Claro que a lo mejor resulta que la democracia al uso no es fiel ni siquiera a sus formas tan veneradas y que, por lo tanto, su característica tolerancia no sólo tolera de hecho lo injusto, sino también lo formalmente incorrecto.
Para atestiguarlo, he ahí el progresivo abandono en el procedimiento democrático del debate abierto de las diversas propuestas en beneficio de su pura y simple puesta a votación. O, lo que es igual, el hurto descarado del momento de la deliberación por el de la decisión. Seguramente porque un equivocado espíritu de tolerancia tiende a prescindir —como si fuera una concesión graciosa— del enfrentamiento dialéctico, no sea que degenere en reyerta. Lo cierto es que se ha eliminado lo que eleva a la democracia sobre cualquier otro modo de gobierno: la —argumentación pública de la palabra pública como el instrumento básico de las resoluciones sobre lo común. Así borrada la instancia principal para la formación de la voluntad política, basta la desnuda expresión de esa voluntad y sobra una conciencia razonadora que se adivina peligrosa o poco rentable. El demócrata no tolera el dictado público de la fuerza, pero sí una voluntad remisa a dar o recibir razones en público; es decir, tolera una forma benigna, pero aún cercana, de la fuerza.
Porque no es verdad que votos sean razones. Tamaña simpleza se repite al sostener que una decisión políticamente incuestionable es ya la adoptada por mayoría, así de fácil, pero sin haber dado siquiera ocasión a atender y meditar los argumentos de las partes. El mercado se basta con la oferta y la demanda; la política, si quiere ser democrática, ordena sobre todo justificar lo que se pide y se ofrece. De ahí lo difícil de que haya democracia sin demócratas, es decir, sin ciudadanos educados en la palabra pública y en la conciencia de su valor.
De ahí, por cierto, que sea cosa tan repudiable —contra su inmaculada apariencia— esa política vulgar basada en los sondeos de opinión, ese moderno gobierno de encuestas. Ni siquiera cuando la investigación social quedara fuera de sospecha y el acuerdo entre los encuestados rayara en lo unánime, el gusto dominante habría de pasar como un dictamen que el gobierno debe al punto complacer. Si así fuera, sobraban la política y los políticos, los programas y los Parlamentos; confiaríamos nuestro destino común a los estadísticos y demás ingenieros sociales. Es lo que sucede al saltarnos esa instancia clave en la que las opiniones y propósitos particulares acerca de lo común han de contrastar su validez o su oportunidad en el foro público.
De modo que apelar de inmediato a la votación como modo democrático de dirimir los litigios acerca de la organización pública es un fiasco a la democracia. Hacerlo así por tolerancia o tolerarlo sin reproche, es también un fraude a ese ciudadano o sujeto racional de la política al que así se reduce a sujeto de intereses. Ya desde el comienzo, la búsqueda del centro sociológico como obligada estrategia electoral pide a los partidos templar su ideología y su programa, o sea, transigir con doctrinas o demandas que no son en puridad las suyas. En sus fases posteriores, esta tolerancia aconseja utilitariamente la renuncia a la dialéctica desde la creencia en la irreductibilidad de las posiciones políticas encontradas. La tolerancia democrática dice asentarse en el valor de la palabra, pero niega a cada paso la fuerza convincente de la razón y supone que el ciudadano no razona.
Sólo así se explica el predominio creciente de la negociación como instrumento político privilegiado. O sea, un expediente ideado para alcanzar acuerdos en el interior de la esfera mercantil —que requiere magnitudes calculables, términos medibles y comunicación privada o más bien secreta—, se trasvasa tal cual al espacio público y en una proporción abusiva. Los asuntos de todos se resuelven entre muy pocos, la plaza pública cierra sus puertas y lo que es preciso ver se torna invisible. Una vez más, la razón fuerte se supedita a una razón instrumental y aludir siquiera a los principios suena al colmo del despropósito ante la constancia de que los intereses en juego no se dejarán persuadir. Descartada cualquier invocación de un orden de ideas, entronizado el pragmatismo, sólo cabe ya negociar. Lo que no sea susceptible de trato y arreglo comercial, lo que no entra en este bargaining, simplemente se tolera.
La tolerancia, pues, no sólo es la plataforma precisa para la negociación: también es el precio pagado por el regateo. Todo hay que sacrificarlo al consenso general, hasta el acuerdo consigo mismo, un consenso —claro está— no va más allá de un manso consentir. Y si el tratante público llega a afirmar que todo es negociable, lo que está pregonando es que todo resulta tolerable, hasta lo intolerable mismo, y tacharía de intransigente a quien lo pusiera en duda y anduviera con remilgos. Para entonces la cuestión de la tolerancia ha perdido del todo su viejo sentido.
La tolerancia democrática arranca del pluralismo social o ideológico y en él debe ejercerse. Pero en su versión más torpe y cotidiana, lejos de asumirlo como un mal menor, consagra ese pluralismo como el ideal perseguido. De manera que no sólo se predica la bondad de que haya diferentes (actitudes, propuestas, doctrinas, etc.), sino que todo lo diverso es bueno ya por el hecho de ser diferente. Sin entrar para nada a juzgar su diferencia, o más bien prejuzgada ya como señal segura de riqueza, lo distinto o discrepante es por sí mismo encomiable. Y hasta se añade con soltura que la situación contraria sería aborrecible por aburrida, miserable o sospechosa; lo que significa, como es natural, que toda unicidad (y uniformidad, y univocidad, etc.) habrá de juzgarse maligna.
Así que, puesta a sobrevivir, la tolerancia tendría que alentar por sistema la discrepancia, incluso la más artificial o peligrosa. En su papanatismo, se vería obligada a recelar allí donde reinaran la unidad y el acuerdo. Oigamos, en cambio, a un ensayista contemporáneo: «En la discusión popular actual se dice que la diversidad es el fin de casi todo ( ... ). En la medida en que semejante afirmación no sea tan sólo un medio para evitar la discusión, entendemos que en una sociedad libre deben existir muchos modos de vida elevados o nobles para que hombres y mujeres puedan elegir entre ellos. Pero concentrarse en la diversidad como tal es contraproducente. En efecto, para que surja un modo de vida nuevo y serio, y para que se mantenga, quienes lo fundan deben creer en su verdad y en su superioridad respecto de otras posibilidades; de ahí que no puedan sostener que la diversidad sea sencillamente deseable. Lo que ha de buscarse no ha de ser nunca la diversidad: hay que buscar la verdad, la verdad sobre el bien supremo y el fin supremo de la vida.»'
Palabras mayores, se dirá; tal vez, pero es el sentido común quien las dicta. Pues la diversidad —y el pluralismo consiguiente— es un hecho, dada la condición humana, seguramente insuperable, no un ideal que conquistar. Y la tolerancia que haga pacífica y llevadera esta realidad entre los humanos alcanzará sucesivas estaciones de paso, nunca la meta definitiva. Ano ser, claro está, que la tolerancia se tome como un fin en sí mismo en lugar de medio para reducir lo diverso y conciliar los opuestos. Sólo esa tolerancia que induce a su sujeto a no mirar de frente las distintas opciones y a valorar a todas por igual (e igual de bien), no sea que se vea forzado a revelar sus preferencias y tener que fundarlas, cae en el absurdo de conceder el mismo rango de verdad tanto a una opción como a su opuesta. Pero entonces es una tolerancia confusa, que se adecua al guirigay y en el caos se siente como en su lugar natural.
Una tolerancia democrática mal entendida, además, propicia la extensión infundada de derechos mientras se muestra tibia o complaciente ante el incumplimiento de los deberes. Como arrastrado por una incesante conciencia de culpa, el tolerante está dispuesto a pregonar como derecho humano inalienable lo que no pasa de ser un simple gusto o mera aspiración. En realidad, basta con que los demandantes lo voceen con la debida insistencia para concederlo. Cualquier deseo, nada digamos si se presenta como un deseo «popular», está siempre a punto de erigirse en norma. Esta tolerancia se muestra a menudo como la máscara más seductora de la demagogia.
La condescendencia bienpensante confunde con facilidad el indiscutible derecho a demandar, pues no faltaba más, con el muy discutible derecho a obtener lo demandado. No toda solicitud, por mayoritaria o popular que se presente, es ya por ello atendible por el poder político y marca su pauta al gobernante. Podemos pedir la luna, y es empeño imposible el concedérnosla; podemos reclamar lo injusto o hasta lo delictivo, y serían peticiones inadmisibles. Mientras no se justifique sino por el número de sus adherentes, una demanda no pasa de ser una demanda. Que su objeto sea derecho, aspiración razonable o capricho de pocos o muchos, para dilucidarlo el talante democrático y la justicia distributiva requieren su discusión o deliberación pública, no una vaga e irreflexiva tolerancia.
Hay veces en que la concesión tolerante se escuda tras el pretexto de que favorecer a los unos no entraña perjudicar a los otros. ¿Pero es que cabe conceder derechos a un grupo sin que la Administración se imponga al momento el deber de satisfacerlos y el resto de los ciudadanos se obligue a respetarlos? En otras ocasiones arguye angélicamente que ensanchar los derechos de algunos desfavorecidos no priva de sus derechos a los demás. Pero, desde unos recursos públicos limitados, ¿cómo sería posible el atender una reivindicación particular que no postergue o recorte la atención de otras necesidades sociales tal vez más generales, graves o urgentes? Ya puede revestirse de la neutralidad que quiera, que este género de tolerancia pública nunca será neutral.
Sucede incluso que el no poner cotos a los derechos los invalida de raíz: pues bajo su aplicación graciosa cabe todo, hasta el no derecho. Entonces el tolerante no se atreve a prohibir el insulto a fin de no recortar la libertad de expresión... de insultos; ni a castigar la manifestación pública de amenazas para no reprimir la libertad ¿de manifestarse o de amenazar? Es la incontinencia en el tolerar, su falta de reflejos para fiijar sus topes, lo que ha de inquietarnos. La minoría política, por ejemplo, está en posesión de derechos en tanto que minoría, entre otros el de discrepar de la opinión mayoritaria y procurar legalmente su vuelco, pero no del derecho a desacatar la
voluntad de la mayoría. La minoría no es culpable por serlo, pero tampoco está escrito que ella sola atesora esa verdad práctica todavía ignorada por los demás. La mayoría carece de fundamento para ser arrogante, pero tampoco debe pedir perdón por acoger al grupo más numeroso de la población. Esa avergonzada tolerancia hacia la minoría, esa especie de mala conciencia de las masas, sería en realidad una vergonzante rendición.
Miremos ahora a una sociedad desgarrada durante años por los zarpazos del terrorismo político. Pues bien, contra lo que cabría esperar, la intolerancia extrema del terrorista lleva también al extremo la indefensa conciencia del tolerante. Sacudido a un tiempo por un miedo prolongado y por esa soterrada atracción nacida de la forzosa convivencia con el enemigo, se diría que este ciudadano acaba otorgando algún crédito a la causa que impulsa la matanza. ¿No cuentan que entre secuestradores y secuestrados se entabla también una extraña alianza? Al fin y al cabo, algo por lo que algunos arrostran con tanto riesgo la empresa de arrebatar la vida ajena, pero asimismo la de entregar la propia, no debe de ser un ideal tan absurdo o despreciable. O es probable que aquel ciudadano trate de desentenderse de unos objetivos en juego que no van con él y de un combate que, en apariencia, se libra tan sólo entre una banda armada y el Estado.
Sea como fuere, la tolerancia de ese ciudadano travestido de espectador le predispone a muy graves errores de juicio. Desde su exquisito repudio a cualesquiera métodos violentos, tenderá a equiparar los de su enemigo al ofenderle con los de su Estado al defenderle, y tan reprobables le parecerán los unos como los otros. Él repudia la violencia «venga de donde venga», igual la delicada del amante sobre el amado que la furiosa del criminal sobre su víctima, lo mismo la del ladrón que la del policía...
Y si su extraviada tolerancia está empapada de alguna porción de miedo, ¿no habrá de temer más los medios mortíferos de que los terroristas se sirven que los fines que proclaman? Pues entonces se esmerará en distinguir unos de otros de tal suerte que, condenando sin reserva los medios, o no entra a juzgar acerca de sus objetivos o les atribuye algún grado de verosimilitud. Pasa así por alto la pregunta crucial de si aquellos desesperados recursos resultan tal vez los únicos acordes con un proyecto irracional y por eso inaceptable. Y es que, a los ojos del actor o del espectador, un fin juzgado bueno aporta sin duda cierta bondad a los más perversos métodos de alcanzarlo o reduce siquiera en algo su torpeza. Como mucho, su contraste puede sumirles en la perplejidad, acaso en la escisión moral, pero no les animará a la franca repulsa. Un fin, al contrario, tenido por indeseable o indecente (aunque sólo fuera por infundado) hace aún más repudiables, menos tolerables, las vías salvajes de lograrlo. En suma, esa tolerancia que evita pronunciarse sobre la legitimidad de los fines queda incapacitada para condenar sus medios como se merecen.
Pero hay más todavía. En un impulso de signo opuesto al que hasta aquí observamos, la tolerancia ante el terrorismo cede lo que de ordinario no estaría inclinada a conceder y, en lugar de repartir discutibles derechos entre quienes los soliciten, viene ahora a reducirlos al mínimo. Cuando lo amenazado no es la forma de vida política, sino la vida de cada uno a secas, la frontera de lo tolerable desciende hasta situarse en el simple derecho a la vida. El tolerante no podría llegar más atrás en su retirada.
Y bien que se comprende; sólo que, al hacer del derecho a la vida el primer y básico derecho, se corre el peligro de considerarlo al final el único. Mientras éste no se toque, en los demás —subordinados, accidentales— habría que transigir y dejarlos a merced de los intolerantes o de la capacidad disuasora de los poderes del Estado. ¿Y no es acaso esta entrega de derechos la que manifiesta a las claras el triunfo del terror sobre nosotros? Pues lo que venimos a pedir al Estado, si no es capaz de acabar con ellos, es que se avenga a las peticiones de los terroristas (o sea, que ceda de su derecho, que es el nuestro como sujetos políticos, que transija lo que haga falta) para así asegurar al menos la protección de lo que más nos importa: nuestra subsistencia física.
Si la vida humana es el máximo valor o hay otros valores superiores a los que deba sacrificarse, es materia tremebunda de reflexión. Una cosa al menos parece clara: siendo el de la vida el más primario derecho —y, por tanto, el inicio y el final de lo tolerable—, hay otros derechos sin los cuales aquél resulta animal y abstracto; si no, ¿de qué vida hablaremos? Y si es así, entonces habrá también otros límites anteriores que la tolerancia no debe traspasar. No vale, pues, decir que los problemas de la vida quedan a expensas de la opinión —y de la condescendencia hacia sus diferencias o conflictos de interpretación—, salvo la vida misma. Pues entonces hasta la vida humana resultaría con seguridad dañada por lo intolerable.
Una educación para la barbarie
De todo este clima descrito la política educativa al uso es a la vez fiel reflejo y correa transmisora de su reproducción.
La instrucción en «destrezas» para el mercado a la que apuntan los planes de estudio, desde la enseñanza primaria hasta la superior, dispone al individuo para la tolerancia espúrea que aquí se denuncia. Entre nosostros, por ejemplo, sólo una orientación premeditada o inconsciente hacia tal objetivo aconseja reducir la carga docente de las asignaturas de Filosofía o de Ética y relegar en lo posible las de Humanidades a lo largo del bachillerato (y en las Escuelas de Magisterio). Y es que, en efecto, son materias que sobran, porque ellas mejor que ninguna parecen suscitar y detectar los conflictos acerca de la «vida buena», aunque también sean justamente las más capaces de ordenarlos y zanjarlos.
En lo que aquí nos concierne, el fruto de esta educación es la tolerancia por ignorancia. Una ignorancia de lo tolerable, porque se desdeña por principio alcanzar ese plano de la universalidad que fijaría el marco y los límites de lo que hay que consentir; y una ignorancia de lo de hecho tolerado, en la medida en que se desconocen sus fundamentos y sus consecuencias de todo orden. Aquel que «desprecia cuanto ignora», como decía el poeta, hoy más bien tolera lo mucho que ignora e ignora cuanto tolera.
Una vez suplantada por la pretenciosa ciencia de la pedagogía, la educación contemporánea se ocupa más del cómo que del qué enseñar y desatiende los saberes en provecho de los «diseños curriculares». Su oficio se reduce al dominio del método didáctico, uno de cuyos nervios esenciales lo constituye la más meliflua tolerancia.
Claro que se diría que semejante tolerancia es la que se encarga de proscribir el único expediente que el propio Aristóteles consideró requisito imprescindible para empezar a saber: el asombro (thaumásdein). Porque, a fuerza de tolerar, parece aspirarse a que no nos asombremos de nada. Lo que de antemano se está dispuesto a consentir ya no tiene por qué sorprender ni fascinar, ya no debe suscitar ninguna curiosidad intelectual ni la menor inquietud moral. Nihil admirar¡: ese es el punto de partida y el de llegada.
Condición y resultado de la tarea educativa de nuestros días, la tolerancia se nutre así de una indefinida «apertura» (a los nuevos tiempos, a todas las ideas, a la moda más reciente, etc.). Ella es, como escribiría A. Bloom, la intuición moral en que descansa la tolerancia: «La apertura —y el relativismo que hace de ella la única postura creíble ante las diversas pretensiones de verdad y las diversas formas de vida y clases de seres humanos— es la gran percepción de nuestro tiempo. El verdadero creyente es el verdadero peligro ( ... ) La cuestión no es corregir los errores y tener realmente razón; la cuestión es, más bien, no pensar en absoluto que se tiene razón.» 5 Todo afán de un firme asidero racional, cualquier preferencia o adhesión a unos principios tenidos por más convincentes o justos que otros, serán vistos como ilusiones que al educador corresponde erradicar. Si la finalidad de la educación ya no es prestar conocimientos, sino infundir esta «apertura» como virtud moral, entonces su éxito radica en la difusión de la indiferencia y, su fracaso, en la terca resistencia del individuo que no está abierto a todo.
En definitiva, esta tolerancia de la apertura contradice el móvil que la inspiraba. «La apertura era la virtud que nos permitía buscar el bien utilizando la razón. Ahora significa aceptarlo todo y negar su poder [de la razón] ( ... ). Apertura al cierre es lo que enseñamos. »6 Desesperar por pura tolerancia de la probabilidad de conocer el bien y el mal o simplemente de aprender, es, desde luego, una forma de acomodarnos al presente. Negarnos por ella al riesgo del error es asimismo cerrarnos a la posibilidad de alguna verdad. Invocarla para descreer antes de haber adquirido la menor creencia, o rechazar todo prejuicio para así librarnos de la responsabilidad de juzgar, encierra una voluntad suicida de permanecer en el vacío.
Pero también ha sido esta conformista tolerancia la que dictó en su día el «prohibido prohibir» que padres y maestros cumplen en la medida de sus fuerzas y de su mala conciencia. Es ella la que se nutre de la negativa carga semántica que aún arrastran las palabras de prohibición o discriminación para, sin el menor esfuerzo por penetrar en su oportunidad, desecharlas lo mismo del vocabulario que de la práctica. Basta que hijos y estudiantes identifiquen por las buenas autoridad y autoritarismo para que padres y profesores consientan dejar en suspenso su autoridad y ponerse ellos mismos bajo sospecha. La tolerancia pura se impone sobre la responsabilidad. A fin de cuentas, ¿no es el de «ser uno mismo» el lema educativo más celebrado?
Ahora bien, esa postulada autorrealización del educando como fin supremo y meta ideal del quehacer educativo, «olvida la cuestión de lo que ha de ser reprimido antes de que uno llegue a ser un yo, un yo mismo. El individuo potencial es primero un algo negativo, una parte del potencial de su sociedad, potencial de agresión, sentimiento de culpabilidad, ignorancia, resentimiento, crueldad, que vician sus instintos vitales. Si la identidad del yo ha de ser algo más que la inmediata realización de este potencial (no deseable para el individuo como ser humano), entonces exige represión y sublimación, consciente transformación».' Si uno ha de ser lo que es desde toda la eternidad, en cambio, para ése no hay pautas ni modelos, a ése hay que consentirle todo lo que su singularidad le demanda. Su subjetividad es perfecta por el simple hecho de ser la suya. Y la misma razón por la que él exige ser tolerado le marcará su deber incondicionado de tolerar al otro cuanto éste exija a su vez para su autorrealización.
Uno de los muchos logros perversos de esta engañosa tolerancia educativa es, según vimos, el rechazo o el descrédito de la admiración moral. Si el anhelo máximo es llegar a (y permitir) ser lo que se es, no hay modelo al que contemplar o imitar; la admiración de lo ajeno será tomada como una deserción de lo propio. El imperativo moral vigente ordena la autenticidad, y eso se interpreta como el fundirse cada cual consigo mismo sin fisuras, con sus vicios igual que con sus virtudes. Uno es para sí su modelo absoluto y no hay más deber que esta autoafirmación. A la postre, escribe Brückner, «el valor supremo ya no es lo que me supera sino lo que constato dentro de mí mismo. Ya no "devengo", soy todo lo que tengo que ser en cada instante, puedo adherirme sin remordimiento a mis emociones, a mis deseos, a mis caprichos. Mientras que la libertad es la facultad de liberarse de los determinismos, yo reivindico fundirme con ellos al máximo El reproche que cabe hacer a ciertas filosofías contemporáneas del individuo no es que lo exalten demasiado, sino que ( ... ) propongan una versión disminuida del individuo; es, por último, olvidar que la idea de sujeto supone una tensión constitutiva, un ideal que alcanzar, y que la impostura empieza cuando se considera al individuo como algo hecho cuando todavía está por hacer.»'
Pero nuestro cultivo más hondo y permanente nos lo depara hoy la cultura de masas, cuyo primer mandamiento es la tolerancia y, más en particular, la tolerancia para con el individuo miembro de la maga. La naturaleza universal, homogénea, anónima, espontánea e irreflexiva que caracteriza a la masa indica el tenor de su cultura y, a un tiempo, señala el cómo y el cuánto de nuestra barbarie tolerante.
Nada que ver con la cultura clásica o superior ni con la cultura popular: ahora se trata de cultivar al hombre medio y según los exactos reclamos de su medianía. Por tanto, y como nada debe parecerle extraño, mejor que nada sobresalga y que el contenido más difícil se iguale con el más fácil o que el ídolo deportivo obtenga mayor relevancia que el gran hombre. Ya por ahí se insinúa de nuevo que tolerar significa equiparar y cerrarse a toda distinción de valor. La moda pasajera cuenta tanto como la tradición, el famoso igual que la más alta autoridad y el sabio como el gracioso. La «audiencia» manda y, si los mass media solicitan el acceso universal para ser consumidos, nada más idóneo que la superficialidad del tratamiento. Banalizar es otra de las figuras del masivo tolerar como
requisito del masivo consumir. Y si para esta, cultura una imagen vale más que mil palabras, montar el espectáculo será el medio privilegiado para llegar al homo videns de nuestros días.' Pasividad y acriticismo serán las cualidades reclamadas a un espectador del que ante todo se zarandea su sensibilidad, no su razón.
El miembro anónimo de la masa se ha vuelto el criterio último de lo verdadero, de lo bueno, de lo justo y de lo bello. ¿No habría que concluir que la bárbara tolerancia contemporánea representa la complacencia de la masa consigo misma?
Notas
1. Bloom, A., El cierre de la mente moderna, Plaza y Janés, Barcelona 1989,p.25.
2. Véase una buena síntesis en J. J. Sebrelli, El asedio a la modernidad, Ariel, Barcelona 1992.
3. Bodej, R., Una geometría de las pasiones, Muchnick, Barcelona 1995, p.43.
4. Bloom, A., Gigantes y enanos, Gedisa, Barcelona 1991, pp. 344-345.
5. Bloom, A., El cierre de la mente moderna, ed. cit., p. 26.
6. Ib., p. 39 y ss.
7. Marcuse, H., «Tolerancia represiva», en: R. P. Wolff, B. Moore y H. Marcuse, Crítica de la tolerancia pura, Editora Nacional, Madrid 1977, p.102.
8. Bruckner, P., La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona 1996, pp. 107-108.
9. G. Sartori, La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid 1994, p. 124 ss.
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