Le propongo un pequeño juego. Lea el siguiente párrafo y trate de adivinar qué país real podría ser Ruritania:
El Presidente de Ruritania ha decido ordenar el arresto del combatiente enemigo X por haber prestado su apoyo material a la banda terrorista ***. Los servicios de inteligencia de Ruritania tienen pruebas contundentes de que X contribuyó a la financiación de los terroristas valiéndose de donaciones a una pretendida organización no gubernamental, ****, que decía prestar ayuda humanitaria en ***, pero que en realidad era una tapadera mediante la que se desviaban fondos a ***. Una vez que X sea apresado, será aislado y seguirá detenido indefinidamente, hasta nueva orden presidencial. Los ciudadanos han de alegrarse de que un terrorista haya sido apresado por nuestros sacrificados servidores públicos que velan con celo por nuestra seguridad.
¿Corea del Norte? ¿Irán? No, los Estados Unidos de América desde el 17 de Octubre de 2006, fecha en el Presidente Bush firmó la Ley de Tribunales Militares
[1]. La sección séptima de la citada norma legal elimina el derecho a la acción de habeas corpus de todo extranjero que sea calificado como “combatiente enemigo” (mientras otros artículos de la misma ley restringen severamente el derecho a la tutela judicial efectiva de los ciudadanos que merezcan tal calificativo).
¿Cree usted que no es para tanto? ¿Qué diga lo que diga la ley sólo los verdaderos terroristas acabarán entre rejas? Piénselo dos veces. Es improbable, pero no imposible, que usted mismo pueda llegar a ser X en algún momento del futuro. No es imposible que, conmocionado por los reportajes de Maruja Torres desde Beirut en el verano de 2006, haya hecho una transferencia de decenas o quizás centenas de euros a Intermón Oxfam o a Médicos sin Fronteras, con el específico propósito de financiar sus actividades humanitarias en el Líbano, y más concretamente, en Beirut, y en la parte sur y noroeste del país, las más castigadas por los bombardeos israelíes (precisamente porque en ellas se concentran los simpatizantes de Hezbolá). Las secciones primera y séptima de la Ley de Tribunales Militares hacen perfectamente legal que el Presidente de los Estados Unidos concluya que usted es un combatiente enemigo, porque su donación ha servido para socorrer a terroristas (¿acaso no lo son los simpatizantes de Hezbolá? ¿y acaso no ha servido para eso su donación?) y consecuentemente, ordene su arresto (potencialmente en cualquier lugar del mundo) y que sea sometido a detención indefinida (¿perpetua?) sin derecho a recurso judicial alguno. ¿Improbable? Quizá. Pero si su tez es oscura y está usted en el sitio equivocado en el momento equivocado, quién sabe ¿Y si usted estuviera de viaje dentro de seis meses y se produjera un nuevo atentado en los Estados Unidos? Al fin y al cabo, no son pocas las personas a las que desde el 11 de Septiembre se les han denegado visados por haber “prestado apoyo material a los terroristas”, simplemente por haber donado pequeñas cantidades a organizaciones que eran perfectamente legales a los ojos del Departamento de Estado estadounidense en el momento en que realizaron la donación.
[2] Y como da cuenta Bruce Ackerman en este libro, al menos un ciudadano estadounidense, Padilla, se pasó cuatro años detenido en una base naval simplemente porque así lo ordenó el Presidente ¿No son estas razones suficientes para preocuparse?
Tal vez, pero al mismo tiempo quizá se sienta relativamente orgulloso de ser un europeo; al fin y al cabo, en el viejo continente hemos sabido mantener la cabeza bien fría y no dejarnos arrastrar por la histeria. Los madrileños y los londinenses, quizá educados por padres y abuelos que vivieron durante años bajo bombardeos, dieron al mundo una lección práctica de cómo han de afrontarse las adversidades. Manteniendo la calma. Quizás. Pero no es menos cierto el Reino Unido se han aprobado leyes anti-terroristas tan problemáticas como las estadounidenses (al menos hasta la promulgación de la Ley de Tribunales Militares). Y tampoco podemos olvidar que las autoridades europeas prefirieron ignorar las voces que denunciaban que el espacio aéreo europeo y nuestros aeropuertos estaban siendo empleados por agentes de la CIA para trasladar detenidos a países terceros en los que la práctica de la tortura estaba muy extendida, tales como Egipto o Siria (y es más que probable que la razón por la que se escogían tales destinos era precisamente la de tener manos libres para torturar a los detenidos). Las manos de quiénes intencionalmente miran al otro lado también acaban sucias.
[3] Y más manchadas quedaron después de que todos los líderes europeos (incluido José Luis Rodríguez Zapatero) actuaran como si hubieran creído a pies juntillas al presidente Bush y a Condoleeza Rice cuando afirmaron en Diciembre de 2005 que el presidente de los Estados Unidos nunca ha autorizado el recurso a la tortura, ni se ha decidido la entrega de ninguna persona a Egipto o Siria sin antes obtener garantías de que no serán torturados. Todos los jefes de gobierno sabían o debían saber que esa negativa no respondía a sus preguntas, en tanto que era público y notorio que Bush y Rice definían (y siguen definiendo) la tortura en un modo simplemente inaceptable de conformidad con los estándares internacionales y los propios de todas y cada una de las constituciones europeas (y de la estadounidense, dicho sea de paso).
[4]¿Cómo es posible que en nombre de la defensa de los derechos fundamentales se eliminen las garantías más básicas que hacen de nuestros países estados de derecho? ¿Cómo es posible que los principales adalides de las Naciones Unidas se embarquen en guerras perpetuas contra enemigos oscuros? Y, sobre todo ¿qué podemos hacer para evitar que el deterioro de las prácticas democráticas y de la protección de los derechos nos condene a vivir bajo gobiernos tiránicos? Esas son las preguntas a las que usted encontrará respuesta en este libro.
En este breve ensayo introductorio me ocuparé de cuatro cuestiones que espero contribuyan a hacer que su lectura sea tan relevante para el lector en lengua castellana como lo es para el lector de la versión original. En primer lugar, describiré de forma sintética el lugar que Antes de que nos ataquen de nuevo ocupa en el conjunto de la obra de Bruce Ackerman. En segundo lugar, reconstruiré los dos grandes temas del libro, tras lo que, en tercer lugar, daré cuenta de las razones por las que creo se trata de un obra al mismo tiempo urgente, comprometida y perdurable. Y en cuarto y último lugar, especularé acerca de la oportunidad de seguir las recomendaciones prácticas que propone el autor en España, y en general, en la Unión Europea.
El libro en el contexto de la obra de su autor
Bruce Ackerman es conocido como el eminente constitucionalista autor de la trilogía We the People
[5], en la que se combina la elaboración de una teoría constitucional democrática con la reconstrucción de la historia política y constitucional de los Estados Unidos.
Tradicionalmente, la atención de los constitucionalistas se centra o bien en los momentos constituyentes que formalmente se caracterizan como tales (la fundación de la república o la enmienda de la constitución según los procedimientos establecidos por la misma), o bien en la labor cuasi-constituyente de interpretación de la ley fundamental que desarrollan los más altos órganos judiciales, como es el caso del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. A estas dos perspectivas, Ackerman añade una tercera, el análisis de los momentos no convencionales en los que la voluntad constituyente de los ciudadanos se expresa sin observar los procedimientos de reforma constitucional formalmente establecidos. A su juicio, cuatro son los grandes momentos constitucionales no convencionales en la historia de los Estados Unidos: 1) la ratificación de la Constitución de 1787, que, conviene recordarlo, no siguió el procedimiento previsto por los entonces vigentes Artículos de Confederación; 2) la Reconstrucción inmediatamente posterior a la Guerra Civil estadounidense, en la que se afianzó una concepción nueva del principio de igualdad constitucional; 3) el New Deal, en el que se consolidó la constitucionalidad del uso de amplios poderes de intervención del gobierno en la economía; 4) la revolución de los derechos civiles de los años sesenta, que alteró la concepción del derecho a la igualdad y la no discriminación, al tiempo que condujo a la ampliación de las garantías constitucionales de las minorías racionales, sexuales y étnicas. Ackerman afirma que en estos tres momentos, los partidarios de cambios constitucionales profundos articularon una agenda constituyente clara, y tras un amplio debate social, lograron el apoyo político masivo y reiterado de los ciudadanos a favor de la misma en sucesivas contiendas electorales. Ello explica porque tanto los órganos políticos (el Congreso) como los judiciales (el Supremo) actúen tras estos períodos como si alguna de las leyes mediante las que se daba forma jurídica a ese programa constituyente fueran normas de rango y dignidad constitucionales, y por tanto, hubieran de servir de parámetro para controlar la constitucionalidad de las restantes leyes ordinarias. Dicho de otro modo, Ackerman nos propone considerar los procedimientos constitucionalmente previstos para la reforma de la propia ley fundamental como tan solo una de las posibles vías a través de las que puede expresarse la voluntad constituyente de los ciudadanos, y por tanto, modificarse el cánon constitucional. El constitucionalismo democrático no depende del seguimiento estricto de los procedimientos constitucionalmente previstos, sino de que se cumplan las exigencias normativas que subyacen a la idea de constitución democrática.
La teorización del constitucionalismo no convencional democrático que se contiene en We the People no sólo permite reconstruir de manera más consistente la trayectoria constitucional de los Estados Unidos, sino que puede ser aplicada a otras tradiciones constitucionales, y muy específicamente las europeas, tanto a la Unión
[6] como a los estados miembros que la componen.
[7] De hecho, Ackerman ha mostrado siempre un gran interés por el análisis comparado del derecho constitucional, y en especial, por el estudio de sus componentes normativos. Una prueba evidente de ello son su monografía “El Futuro de la Revolución Liberal”,
[8] un largo ensayo sobre las transformaciones sucesivas a la caída del muro, y sus influyentes artículos sobre el constitucionalismo mundial y sobre el constitucionalismo de la Unión Europea.
[9]Al mismo tiempo, Ackerman ha participado activamente en los debates y disputas constitucionales, prueba última de que sus intereses teóricos tienen una clara vocación práctica. El lector español estará sin duda interesado en saber que Ackerman testificó ante la Comisión de Justicia de la Cámara de Representantes durante el “impeachment” del presidente Clinton en 1998
[10], fue uno de los miembros del equipo de abogados de Al Gore en el complejo (y abortado) proceso de recuento de las papeletas en Florida en las elecciones presidenciales de 2000,
[11] y ha criticado abiertamente la política exterior y doméstica de la Administración Bush en sus habituales columnas en Los Angeles Times, The American Prospect y The London Review of Books.
[12]Pero aunque el nombre de Ackerman quizás se asocie ante todo con su perfil constitucional, su pasión por la teoría política es anterior y tal vez más profunda. Quizá no sea aventurado afirmar que el profesor de Yale será recordado por “La justicia social en el estado liberal”, su gran contribución a la teoría política. Hay dos razones por las “La justicia social en el estado liberal” un clásico de lectura obligada. En primer lugar, su insistencia en la deliberación como fuente de legitimación de las decisiones colectivas. Mientras John Rawls, en su famosa Teoría de la Justicia, deriva sus principios un experimento intelectual que toda persona puede reproducir en la más perfecta soledad, Ackerman insiste en la necesidad de someter los principios de justicia a la prueba del diálogo neutral.
[13] Aunque el término no se hubiera acuñado entonces, Ackerman es uno de los “fundadores” de la democracia deliberativa, amén de uno de sus teóricos con mayor capacidad de imaginación institucional, como ponen de relieve sus propuestas acerca del “día de la deliberación”.
[14] En segundo lugar, La Justicia Social afirma que la legitimidad de un orden social depende críticamente de lograr niveles de justicia económica, y por tanto de redistribución de recursos, muy superiores a los que exige la teoría de Rawls (y ¡ay! a los característicos de la mayor parte de los estados democráticos- quizá de todos ellos). El precio que un sistema de mercado ha de pagar para poder ser considerado legítimo es un generoso sistema de redistribución de recursos económicos. No es sorprendente, pues, que Ackerman hubiera escrito y editado en los años setenta monografías sobre el derecho constitucional a la propiedad privada,
[15] ni que haya realizado propuestas muy concretas para aumentar la justicia de los sistemas socio-económicos de los países occidentales, en concreto a través del “pago” de una cantidad más que significativa y que todos los ciudadanos recibirían al alcanzar la mayoría de edad.
[16] Los innovadores escritos de Ackerman sobre derecho medio ambiental están sin lugar a dudas estrechamente relacionados con las intuiciones esenciales de su teoría de la justicia, al tiempo que reflejan su capacidad de reconstrucción de los procesos de toma de decisión en los sistemas democráticos.
[17]En resumen, el autor de Antes de que nos ataquen de nuevo es un constitucionalista con alma de filósofo político, cuya obra responde a marcados intereses teóricos (la reconstrucción de la historia constitucional de los Estados Unidos, la elucidación de los principios liberales de justicia, la destilación de los principios básicos del constitucionalismo liberal) con finalidades esencialmente prácticas, en línea con su propósito de contribuir a la transformación y a la mejora de nuestras sociedades. Ackerman nos propone estudiar el derecho constitucional más allá de sus reglas formales, contextualizándolo a la luz de la ciencia política y la teoría política; nos sugiere una teoría de la justicia cuyas principales preocupaciones no son la producción de una teoría estéticamente placentera, sino la solución de los problemas sociales acuciantes que amenazan la estabilidad del orden social; y nos ofrece soluciones institucionales concretas que no son reflejo de la urgencia del momento, si que no reflejan una comprensión profunda del funcionamiento efectivo y las aspiraciones normativas de nuestros sistemas políticos democráticos.
No es por ello en modo alguno casual que Ackerman haya escrito Antes de que nos ataquen de nuevo, una obra que combina la teoría constitucional con el compromiso ciudadano.
Los dos argumentos centrales del libro
Las dos cuestiones centrales en torno a las que se articula el libro son: (1) ¿Cómo es posible que los atentados terroristas desestabilicen los sistemas democráticos, y puedan conducir a que las instituciones democráticas socaven los principios y las prácticas democráticas?; (2) ¿Qué cambios en la configuración institucional de nuestros sistemas democráticos pueden introducirse para evitar la deriva autoritaria?
A la primera pregunta, Ackerman ofrece una respuesta compleja y muy matizada. En primer lugar, los atentados de grandes dimensiones, que pueden acabar en instantes con la vida de miles de personas, son, en términos históricos, una novedad relativa. Hasta fechas recientes, la capacidad de destrucción masiva era un monopolio de los estados soberanos y entidades afines porque sólo los estados disponían de la estructura y los medios humanos y materiales necesarios para la devastación en masa. Pero el desarrollo de las nuevas tecnologías militares ha conducido a reducir los medios materiales precisos para acabar con miles de vidas y de bienes en literalmente décimas de segundo. A juicio del profesor de Yale, la simultánea reducción de costes causada por los desarrollos tecnológicos, y la existencia de un “libre mercado” de armas de destrucción masiva fruto del desorden político reinante en algunos estados del planeta, conduce a que sea más que probable que se produzcan atentados de grandes dimensiones en el futuro inmediato. En segundo lugar, los atentados terroristas se convierten en una amenaza seria para la estabilidad de un sistema democrático cuando sus dimensiones son tales que ponen en entredicho la capacidad de las instituciones estatales de garantizar el mantenimiento del orden público. Cuando son apreciables las probabilidades de que la vida social y política se vea quebrada por atentados en los que fallezcan miles de personas, la soberanía efectiva del estado queda en entredicho, y surge el riesgo de se tomen medidas para reafirmarla que no sólo sean contraproducentes frente a los terroristas, sino que al mismo tiempo socaven los derechos y libertades fundamentales cuya tutela se dice es el objetivo prioritario de la adopción de las mismas. No sería un error más, o un error cualquiera, sino el error que acabaría con la posibilidad de rectificar. El desafío terrorista crea la impresión en los líderes políticos y en la ciudadanía que se vive un momento radicalmente excepcional, en el que lo más importante es actuar, no el contenido de nuestras acciones. En tercer lugar, los atentados del 11 de Septiembre pueden ser vistos como los primeros atentados cuyas dimensiones han sido percibidas como un desafío exitoso a la soberanía efectiva del estado militarmente más poderoso del mundo, los Estados Unidos. Lo que explica por qué las tendencias autoritarias se han desatado no sólo en el país donde el atentado tuvo lugar, sino en buena parte de las democracias occidentales (y entre ellas, las europeas), cuyos gobiernos, y a veces sus ciudadanos, comenzaron a poner en duda su propia capacidad para hacer frente a los atentados terroristas en el marco constitucional vigente (el argumento se asemeja al que sigue: si incluso los Estados Unidos son vulnerables, también lo seremos nosotros cuando el atentado tenga lugar aquí). En cuarto lugar, la recurrencia periódica de los atentados desata un ciclo político represivo, en el que los políticos demagogos que movilizan el miedo y la angustia de la población y proponen medida represiva tras medida represiva tienen numerosas ventajas estructurales. A lo que podríamos añadir yendo más allá del texto de Ackerman que la eficacia de las medidas extraordinarias que refuerzan los poderes de las instituciones del estado para hacer frente a la “amenaza terrorista” no puede darse por descontada. La estructura difusa de las organizaciones terroristas contemporáneas aumenta la importancia de que las decisiones que se adopten sean susceptibles de ser justificadas en términos normativos, si se me permite usar un término rimbombante, que sean universalizables, que efectivamente puedan ser defendidas públicamente. Y ello dado que los estados democráticos tienen no sólo que evitar que se produzcan nuevos atentados a corto plazo, sino también demostrar que existe una diferencia entre los terroristas y un estado democrático, de modo que la justicia de las normas legales pueda movilizarse en la discusión pública, y se reduzcan las posibilidades de que los terroristas proseliticen nuevos miembros. La lucha contra el terrorismo no es sólo un combate contra los cuerpos de los terroristas sino también, y quizá ante todo, un combate ideológico en el que a la larga, sólo la fuerza del mejor argumento es efectiva (aunque tenga que contar con medios para imponerse por la fuerza, o como mínimo, para defenderse antes quiénes quieran recurrir a la mera fuerza bruta; en esta medida, la “guerra contra el terrorismo” presenta muchas similitudes con la Guerra Fría).
[18]Los atentados de grandes dimensiones, pues, generan un doble riesgo para los sistemas democráticos. Por una parte, el riesgo para la vida y la integridad física de las personas es bien real y palpable: cientos, miles, decenas de miles de personas pueden morir en un instante. Por otra parte, la configuración institucional y las prácticas democráticas crean riesgos estructurales de que la reacción a la amenaza terrorista no sólo nos haga más vulnerables y refuerce a los terroristas, sino que acabe por ponernos camino de nuestra propia servidumbre, que conduzca a la involución política desde un sistema democrático a un régimen autoritario. De que seamos al mismo tiempo Saturno y el hijo a quién éste devora.
Dicho de otro modo, el fenómeno relativamente nuevo de los atentados de grandes dimensiones, unido a la fragilidad institucional de las democracias, a su incapacidad de asegurar las propias condiciones que hacen posible la continuidad de la práctica democrática, explican las condiciones estructurales que han hecho posible el ciclo represivo que va de la Ley Patriótica a la Ley de Comisiones Tribunales en Estados Unidos. Quién lo duda, las decisiones políticas no se toman solas, y hay responsables directos e inmediatos de ellas. Pero las agendas políticas y las convicciones personales de los miembros de la administración Bush y del gobierno de Blair, por poner un ejemplo, no son necesariamente las mismas. Sin embargo en ambos casos se han tomado decisiones extremadamente problemáticas, porque la inmensa mayoría de ellas agravan en lugar de resolver el problema terrorista,
[19] y al tiempo que causan daños perdurables a las libertades fundamentales. La coincidencia entre dos gobiernos distintos sólo pueden explicarse satisfactoriamente si construimos una teoría que integre las decisiones y creencias personales de los actores políticos, y las características idiosincrásicas de la historia y configuración constitucionales de cada estado en un marco estructural, como el que Ackerman nos propone, que indaga en las causas profundas por las que la democracia corre el riesgo de devorarse a si misma.
Pero si las democracias son estructuralmente vulnerables, ¿qué podemos hacer para lograr al mismo tiempo hacer frente a la amenaza terrorista y preservar nuestras libertades? Ackerman afirma que tenemos que sofisticar el discurso público creando una nueva categoría que nos permita evitar caer en el error de que hay que hacer la guerra a los terroristas, o de que los terroristas han de ser tratados como delincuentes comunes; y hemos de crear un régimen constitucional específico (la constitución de excepción) que nos permita al mismo tiempo minimizar los riesgos de un segundo atentado a corto plazo y preservar nuestras libertades intactas a largo plazo.
En primer lugar, es necesario sofisticar el discurso público y eludir la caracterización del problema tanto como una “guerra contra el terrorismo” o como mero “delito de terrorismo”. Los atentados de grandes dimensiones tienen características de ambos, pero no son reducibles a ninguna de esas categorías. Por una parte, la amenaza para la vida y la integridad física de los ciudadanos es tan intensa (aunque no tan duradera) como la característica de una guerra, lo que explica que los ciudadanos tengan motivos para dudar de que el estado siga siendo efectivamente soberano, del mismo modo que esa duda surge a lo largo de un conflicto armado. Por otra parte, los terroristas se asemejan a los delincuentes, y especialmente a los organizaciones y tramas delictivas, en tanto que no tienen posibilidades reales de suplantar al gobierno democrático, de invadir el territorio del país y establecer un nuevo orden político; su única esperanza es que el sistema democrático se derrote a si mismo tomando las decisiones erróneas en respuesta a la provocación terrorista. Pero el discurso público oscila entre quiénes afirman que en realidad, un atentado terrorista de grandes dimensiones se asemeja a un acto de guerra y cómo tal ha de ser tratado (lo que conduce a las reacciones desproporcionadas, que no resuelven el problema y ponen en peligro nuestros derechos) o que es un mero delito y con las normas del derecho penal tenemos más que suficiente (lo que puede aumentar nuestra vulnerabilidad a un segundo atentado, y a la larga, aumentar las probabilidades de que el público caracterice al atentado como un acto de guerra). La solución alternativa que Ackerman defiende es acuñar una tercera categoría, la de ataque excepcional a la soberanía efectiva del estado que da lugar a una emergencia. La innovación conceptual “abre” el espacio político necesario para que entablemos un debate serio acerca de cuáles sean las respuestas correctas a esa amenaza, en lugar de aplicar por analogía las soluciones que asumimos son apropiadas en una guerra o ante una banda de delincuentes.
En segundo lugar, es necesario definir un marco institucional que reduzca los riesgos de manipulación de la amenaza terrorista para justificar medidas represivas que no aumentarán en modo alguno nuestra seguridad (aunque encajen perfectamente en la agenda política de sus defensores), que permita tomar medidas efectivas para prevenir nuevos atentados, que restaure la confianza de los ciudadanos en la capacidad de las instituciones públicas para proteger su vida e integridad física, y que deje abierto el espacio político necesario para la crítica del gobierno y la defensa de nuevas alternativas políticas, tanto en lo relativo a la lucha contra el terrorismo como a la política nacional e internacional del país en general. A juicio de Ackerman, ese marco institucional es la constitución de excepción, que define las condiciones y procedimientos mediante los que se conceden poderes extraordinarios al ejecutivo y a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado para evitar un nuevo atentado. Ackerman considera en detalle las constituciones de excepción contenidas en las constituciones de diversos países, incluidos Francia, Alemania y Polonia entre los europeos, y concluye que en todos y cada uno de los casos las normas son inadecuadas, porque los regímenes de excepción están diseñados para responder o bien a amenazas que ponen en peligro la vida de la nación durante períodos de guerra, su supervivencia política (y por tanto, permiten adoptar medidas desesperadas que entrañan un riesgo de involución autoritaria simplemente inaceptable cuando la amenaza es mucho menos grave) o bien amenazas de naturaleza bien distinta a la esencialmente política de un atentado terrorista (catástrofes naturales, epidemias, etc).
Los tres componentes centrales de la constitución de excepción que Ackerman nos propone son (1) la aceptación de la detención preventiva durante un plazo improrrogable de cuarenta y cinco días, durante el cual los arrestados habrán de ser llevados ante el juez y gozarán de la tutela judicial efectiva acerca de las condiciones de su detención, con la importante limitación de que las autoridades no tendrán que formular acusación alguna hasta transcurrido el plazo mencionado; (2) la fijación de reglas constitucionales precisas que permitan la rápida y legítima reconstitución de las principales instituciones del estado en el caso de que sean blanco de un atentado que acabe con las vidas de una buena parte de sus miembros; (3) la definición de un sistema específico de frenos y contrapesos institucionales en la situación de excepción, cuyo componente esencial es la escala de mayorías crecientes, es decir, la exigencia de que la declaración y prórroga del estado de excepción sean autorizados por una mayoría cada vez más reforzada de los miembros del Congreso, y que en caso de que no se reúna esa mayoría reforzada, los órganos judiciales tengan la obligación de restaurar plenamente las garantías procesales y los demás derechos que hayan sido limitados durante el estado de excepción; dado que la declaración del estado de excepción aumenta temporalmente los poderes en manos del ejecutivo, es necesario prever mecanismos específicos mediante los que el legislativo y la judicatura puedan contrarrestar los posibles abusos de ese poder por parte del ejecutivo.
El libro, no hace falta decirlo, es mucho más rico y prolijo; pero permítame el lector que exponga las razones por las que, a mi juicio, hará bien en seguir leyendo este ensayo de Bruce Ackerman,
Por qué hay que leer Antes de que nos ataquen de nuevo
A mi juicio hay varias razones por las que el tiempo que usted dedique a la lectura de este libro estará más que justificado.
Antes de que nos ataquen de nuevo es un documento de primera importancia acerca de la evolución política y constitucional de los Estados Unidos tras los atentados del 11 de Septiembre, un período sin duda crucial en la historia no sólo del país americano sino del planeta en su conjunto. Usted, querido lector, conocerá por los medios de comunicación una buena parte de las decisiones más relevantes que ha tomado la administración Bush: la invasión de Irak en clara violación de las normas vigentes de derecho internacional, la denegación de los derechos reconocidos por la Convención de Ginebra a los miembros de Al Qaeda, la detención gubernativa sin tutela judicial alguna de dos ciudadanos estadounidenses y de miles de extranjeros, la extradición irregular de personas a países en los que está más que documentada la práctica de la tortura (sirviéndose para ello del espacio aéreo y de los aeropuertos europeos, entre ellos el de Palma de Mallorca), o la aprobación de programas de escuchas telefónicas sin autorización ni control alguno exterior al propio ejecutivo. Del mismo modo, usted tendrá conocimiento de otras medidas, quizá menos radicales, que han sido adoptadas en otros países europeos, y muy señaladamente, el Reino Unido. En el debate público, estas providencias se describen de forma escueta, y son raras las ocasiones en las que se trata de reflexionar acerca de las relaciones que hay entre unas y otras. Por el contrario, Antes de que ataquen de nuevo le permitirá entender el diseño político y legal de conjunto que subyace a todas esas medidas, y que en el caso estadounidense, no es otro que la afirmación de los plenos poderes del presidente de los Estados Unidos en situaciones de guerra, su caracterización como un “dictador” constitucional en tanto que “comandante en jefe de las fuerzas armadas”. Los abogados del Presidente, y muy especialmente, John Yoo, miembro de la Oficina de Asesoría Legal del Departamento de Justicia desde 2001 a 2003, y posteriormente profesor de la Universidad de Berkeley, han defendido que los atentados del 11 de Septiembre son un acto de guerra, y que por tanto, los poderes del presidente en tanto que comandante en jefe se ven reforzados; al tiempo que afirman que el Presidente, en ejercicio de sus poderes extraordinarios, puede ignorar las normas legales nacionales e internacionales que limiten sus facultades dado que la “guerra contra el terrorismo” es un nuevo tipo de guerra, que requiere una redefinición de los estándares legales aplicables; nadie mejor que el propio presidente para actuar como poder constituyente temporal, mientras dure la situación de guerra.
[20] Esta tesis extrema no sólo ha logrado transformar los términos en los que se conduce el debate público, sino que ha influido de manera decisiva en el mundo académico estadounidense (y europeo).
[21] En aplicación de esta concepción, se han adoptado diversas medidas que responden a problemas concretos, pero que reflejan al mismo tiempo una concepción coherente (aunque a juicio de Ackerman y de este traductor, repudiable) de lo que debería ser el derecho constitucional de los Estados Unidos,.Su extensísimo conocimiento de la historia constitucional de los Estados Unidos, reflejada en We the People, permite al profesor de Yale desentrañar la teoría constitucional de la Administración Bush, elucidar la medida en la que puede reclamarse heredera de previas interpretaciones de lo que la ley fundamental prescriba en las situaciones en las que la vida de la república está amenazada, y poner de relieve que esa concepción es, en realidad, ajena a la historia constitucional de los Estados Unidos, amén de insolvente en términos funcionales y moralmente inaceptable.
Además, Antes de que nos ataquen de nuevo es que este libro le permitirá entender los mecanismos causales que dan cuenta de cómo ese programa político y legal se ha convertido en derecho vigente en los Estados Unidos. Los medios de comunicación han presentado cada una de las decisiones de la administración Bush como fruto de las convicciones, obsesiones o preferencias del Presidente o de los miembros más destacados de su gabinete, como consecuencia de las presiones de grupos poderosos o de la conveniencia política a corto plazo.
[22] Explicaciones todas ellas que arrojan alguna luz al entendimiento de por qué se decide lo que se decide. Es más, es probable que la reacción al 11 de Septiembre no hubiera sido exactamente la misma si Al Gore hubiera sido presidente; y casi con total seguridad la respuesta hubiera sido muy diferente si Ralph Nader hubiera ocupado la más alta magistratura de aquel país. Pero las tesis simplistas, que pretenden explicar las decisiones mediante una sola causa (las ideas extremas de un presidente, un alto cargo o un asesor; los intereses de las grandes compañías como Halliburton; la decisión de este o aquel diplomático brillante) pierden de vista que, en último extremo, las medidas radicales tomadas tras el 11 de Septiembre han sido posibles porque una mayoría amplia de ciudadanos o las ha apoyado o las ha visto con suficientes buenos ojos como tolerarlas, pese a que contradicen sus convicciones políticas más profundas. Y esto es algo que no son capaces de explicar las teorías al uso, pero sí Antes de que nos ataquen de nuevo. Ackerman llama nuestra atención acerca de la capacidad de los sistemas políticos democráticos de devorarse a si mismos tras un atentado de grandes dimensiones. Las deficiencias estructurales de nuestros sistemas democráticos actuales, combinadas con la incertidumbre radical que genera un atentado de grandes dimensiones, son las que crean las condiciones en las que las agendas autoritarias e involucionistas son apoyadas por los ciudadanos.
[23] Y ello porque los frenos y contrapesos que operan en situaciones de normalidad dejan de ser efectivos en situaciones que la población vive angustiada y atenazada por el miedo. La práctica democrática requiere procesos de toma de decisiones largos y complejos; son necesarios el sosiego y la calma para que todas las voces puedan ser escuchadas, todos los argumentos contrastados y todas las decisiones ponderadas. Pero en una situación de emergencia, los ciudadanos tienen tendencia a concluir que cualquier acción es preferible a la inacción. Si nuestras constituciones no prevén mecanismos específicos de toma de decisión en tales circunstancias, y si no se han debatido primero los pros y los contras de las distintas medidas que pueden adoptarse, es probable que los ciudadanos estén dispuestos a renunciar a los procesos democráticos y abrazar las agendas políticas más radicales que sí ofrezcan una respuesta clara y contundente, aunque contradigan sus convicciones políticas. A ello se añade que, si bien las democracias no son proclives a hacerse la guerra entre ellas (como Kant intuyó hace ya más de dos siglos, y como ha sido demostrado empíricamente de manera reiterada), una buena parte de los sistemas democráticos siguen fundamentándose en una clara distinción entre política doméstica, en las que el ejercicio del poder público debe quedar sometido a los estándares fijados constitucionalmente, y política exterior, en las que las normas constitucionales quedan relegadas a la acción estratégica que satisfaga los intereses de los actores políticos. Esa distinción aumenta las posibilidades de que la reacción a un atentado terrorista consista en iniciar guerras contra estados no democráticos (los llamados “estados-canallas”), lo que conduce a una acelerar la espiral de violencia y represión. En resumen, la segunda razón para leer Antes de que nos ataquen de nuevo es que le permitirá comprender las complejas causas de la situación en la que nos encontramos, y transcender las explicaciones simplistas y que achacan todo a una única causa (sean las convicciones –o falta de ellas- del presidente Bush, sean los intereses económicos que influyen sobre el diseño de la política exterior de los Estados Unidos- que sin duda no son irrelevantes, ni mucho menos).
Pero además de dar cuenta y razón de un período histórico de gran importancia, este libro rompe con la caracterización predominante en la teoría política y constitucional del estado de excepción como un período en el que la constitución y el derecho guardan silencio (como nos gusta decir pedantemente a los juristas, inter. arma silent leges) y dejan de ser aplicables. Ackerman lleva toda la razón al afirmar que la concepción predominante de los estados excepcionales en los que hay una amenaza seria a la capacidad de las instituciones públicas de asegurar la vida y la integridad física de los ciudadanos es la defendida por Carl Schmitt en los años veinte y treinta de este siglo. Y, permítaseme añadir, esa influencia es especialmente tóxica dado que la concepción del poder político como poder de decisión no sujeto a derecho explica porque Schmitt estuviera dispuesto a convertirse en teórico de la dictadura nazista, y porque Hitler y sus secuaces hicieran uso de sus servicios durante unos años. Dado que esta introducción se dirige a un público lector en español, sería innecesario insistir en que la continuidad siniestra entre nuestro pasado totalitario y nuestra concepción del estado de excepción es especialmente peligrosa,
[24] a la vista de nuestra convulsa historia política (algo plenamente cierto en España y en casi todos los países de Hispanoamérica). Es por ello que la invitación de Ackerman a pensar el estado de excepción como un período en el que los principios constitucionales han de seguir siendo plenamente respetados, pero en el que es necesario establecer procesos de toma de decisiones que permitan reaccionar de manera rápida y contudente, y resolver los conflictos entre derechos fundamentales de modo diferente al que es adecuado en situaciones de normalidad, es especialmente atractivo. La única manera en la que el estado de derecho puede enfrentarse al terrorismo de gran escala sin subvertirse a si mismo es manteniéndose fiel a su identidad constitucional. Permítame el lector añadir que lo esencial no es, como insisten los abogados de Bush, si los terroristas están dispuestos a tratarnos como nosotros los tratamos a ellos; lo esencial es que todas nuestras decisiones nos permitan seguir mirándonos al espejo y viendo a un ciudadano de un estado democrático, y no a un hombre o mujer airados, cuyos rasgos se van asemejando a los de los súbditos de un tirano.
Ackerman no se limita en este libro a “constitucionalizar” el estado de excepción, sino que propone soluciones institucionales y normativas concretas para conciliar nuestro interés en derrotar a los intereses sin vender nuestros derechos fundamentales al diablo, por así decirlo. Como el propio autor señala, su propósito no es convencernos tanto de la bondad de cada una de las medidas concretas que nos propone (desde la limitación de la acción de habeas corpus a la escala de mayorías crecientes que condicionan la declaración y prórroga del estado de excepción), sino convencernos de que es necesario abrir un debate serio y profundo en la opinión pública acerca de cuáles hayan de ser las características de la constitución de excepción, y ofrecernos una serie de opciones concretas sustentadas en una teoría coherente, de modo que tengamos una base sobre la que empezar a discutir ¿Tiene usted serias dudas acerca de la constitucionalidad o conveniencia de la escala de mayorías crecientes, o cree inaceptable que se suspenda el habeas corpus durante el mes y medio inmediatamente siguiente a una detención en el período de excepción? Esa no es tanto una razón para criticar Antes de que nos ataquen de nuevo, sino para aceptar el reto que nos plantea Ackerman, y proponer alternativas capaces de conciliar de forma aún más armoniosa los dos grandes objetivos de toda comunidad democrática tras sufrir un grave atentado terrorista: evitar un segundo atentado y evitar tomar medidas que dañen los derechos y libertades fundamentales de sus ciudadanos. Pese a la brillantez e ingeniosidad de las medidas específicas que se proponen en este libro, su gran aportación es la elucidación de nuestras intuiciones normativas acerca de qué hemos de hacer si queremos ser fieles a nuestros principios constitucionales. Sean cuáles sean las soluciones concretas que adoptemos, haremos bien en plantearnos las cuestiones que Ackerman nos propone, y en tener muy en cuenta tanto los mecanismos institucionales como las medidas concreta que defiende.
La última razón por la que le aconsejo que usted dedique tres o cuatro horas de su tiempo a la lectura de Antes de que nos ataquen de nuevo es que el libro es un buen antídoto contra el discurso maniqueo que muchos comentaristas y medios de comunicación han difundido en torno a las políticas interior y exterior de la Administración Bush.. Ackerman no recurre a eufemismos ni a frases hechas para criticar abiertamente una buena parte de las decisiones que se han tomado desde el 11 de Septiembre. Al calificar los argumentos de los abogados del presidente en el caso Padilla, Ackerman dice que “sus abogados están literalmente sentando las bases constitucionales del despotismo militar; aunque Padilla sea el único ciudadano estadounidense encerrado en un calabozo en base a pruebas tan exiguas, su caso abre la puerta a un sistema legal digno de la Rusia estalinista”. Sobre el caso Hamdi, el autor afirma “Si se aplica de forma generalizada su fallo, Hamdi puede acabar convirtiéndose en la fórmula legal de la tiranía, ni más ni menos”. La crítica tanto de las decisiones concretas como del diseño constitucional conjunto de las políticas que el presidente y el congreso estadounidense han adoptado desde el 11 de Septiembre no es (necesariamente) ni una muestra de anti-americanismo, ni puede identificarse con una crítica a los ciudadanos de los Estados Unidos. Afirmar que Ackerman también es un anti-americano sería, permítanme la expresión, delirante. Quizá usted no comparta mi juicio de que el profesor de Yale es el paradigma de un verdadero patriota. Pero sólo desde la mala fe se podrá concluir que Ackerman es anti-americano. O desde una concepción del patriotismo propia de las monarquías tiránicas, no de las repúblicas democráticas. Citando al autor de este libro “el verdadero patriotismo no consiste en bravuconadas y calumnias. Reside en la fidelidad a nuestros ideales constitucionales”.
[25]¿Es una buena idea establecer una constitución de excepción en Europa?
La última cuestión que es importante abordar en esta introducción para lectores en lengua española es si es una buena idea establecer una constitución de excepción como la que Ackerman propone en España. A mi juicio, la respuesta a esta pregunta requiere determinar en qué medida los argumentos centrales de Antes de que nos ataquen de nuevo son plenamente aplicables al caso europeo. La profunda integración política y jurídica de nuestro país en la Unión hace necesario europeizar tanto la pregunta como la respuesta.
En primer lugar, es obvio que un atentado de grandes dimensiones que tenga lugar en un país europeo pondrá en cuestión la soberanía efectiva de ese estado (y a causa del avanzado proceso de integración supranacional, de la propia Unión Europea), y podría convencer a muchos ciudadanos de que es preferible que se haga algo, aunque ese algo pueda ser contraproducente y socavar nuestras democracias, a que no se haga nada. Las circunstancias y los riesgos involutivos son semejantes a ambos lados del Atlántico. Lo que se confirma aún más rotundamente si relativizamos una de las afirmaciones de Ackerman, en concreto la de que el 11 de Septiembre haya sido el primer atentado terrorista que haya puesto en cuestión la soberanía efectiva de un estado. Ciertamente, ningún país del viejo continente ha sufrido un atentado a la escala de los perpetrados en la referida fecha en Estados Unidos, pero varios países han sufrido campañas terroristas que metieron el miedo en el tuétano a los ciudadanos y pusieron en jaque a sus gobiernos. La mafia italiana o los terrorismos separatistas en el Reino Unido y España han desafiado abiertamente (y de forma muy creíble) el poder soberano de los respectivos estados. Y en tales circunstancias, los parlamentos de cada uno de esos estados aceptaron que se adoptaran medidas extraordinarias, algunas de las cuales contribuyeron a desactivar (al menos parcialmente) la amenaza terrorista, mientras otras no sólo fueron contraproducentes, sino que dañaron seriamente los derechos y libertades de los ciudadanos (por no hablar del recurso al terrorismo de estado, que es hora de que se diga alto y claro, no sólo empeoró las cosas, sino que nos envileció en tanto que ciudadanos).
[26] Todo ello confirma que Ackerman lleva razón al afirmar que la configuración de las democracias actuales (también de las europeas) favorece estructuralmente que se tomen decisiones que pongan en peligro a la propia democracia cuando surge una emergencia. Pero también sugiere la conveniencia de estudiar con más detenimiento la legislación de excepción adoptada en cada uno los países europeos, las lecciones constitucionales que de ellas se derivan, tanto en lo relativo a lo que sea constitucionalmente admisible,
[27] como al comportamiento efectivo de las fuerzas y cuerpos de seguridad durante el período de vigencia de esas normas. Tal vez ese estudio sostenga las propuestas concretas de Ackerman, pero no es imposible que quizá exija relativizarlas (o incluso concluir que es imprescindible buscar soluciones alternativas, dada la definición de qué sea constitucional o inconstitucional en cada país, y en cualquier caso, de conformidad con el derecho constituticional europeo, especialmente el Convenio Europeo de Derechos Humanos).
En segundo lugar, buena parte de las medidas antiterroristas problemáticas que han sido adoptadas en Europa antes y después del 11 de Septiembre tienen su causa en la incorrecta caracterización de la amenaza terrorista. Es cierto que las medidas adoptadas por la administración Bush han sido consistentemente impopulares entre los ciudadanos de todos los estados europeos (la maniquea distinción entre la vieja y la nueva Europa no ha sido aplicable en ningún momento durante estos cinco años a las sociedades civiles europeas),
[28] pero no es menos cierto que el discurso belicista se ha difundido también entre nosotros, incluso entre aquellos más críticos con la actual administración estadounidense. En algunos casos ha llevado a discursos tan caricaturescos como los propios de los más exaltados defensores de Bush, pero en los que se incurre en el exceso contrario, es decir, en afirmar que la amenaza terrorista es meramente la excusa de la que se valen los gobiernos para justificar medidas claramente lesivas de nuestros derechos fundamentales (basta con considerar las distintas teorías conspirativas difundidas tras el 11 de Septiembre). Pero el hecho de que las políticas que ha defendido Bush pongan en peligro la viabilidad de nuestras democracias no implica que la amenaza terrorista sea una ficción; lamentablemente, es bien real. Sea como fuere, el discurso público europeo ha pecado de la misma indefinición y ambigüedad acerca de los riesgos efectivos que corremos en una situación de excepción, pues es importante que seamos conscientes de los terroristas ponen en peligro nuestras vidas, pero que nosotros mismos podemos poner en peligro el edificio constitucional. Aprobando leyes como las propuestas por Tony Blair o mirando al otro lado cuando transitan por nuestros aeropuertos decenas o centenas de personas camino de una cámara de tortura.
En tercer lugar, hemos de plantearnos si las medidas concretas propuestas por Ackerman (la suspensión de la acción de habeas corpus, la escala de mayorías crecientes, las reglas de sucesión en las principales instituciones del estado) son necesarias en el contexto europeo. Ésta es la probablemente la cuestión que suscitará un mayor debate, y en relación con la cuál la mayor parte de los europeos tendrán mayores dudas. Probablemente, esas dudas serán más acusadas en lo relativo a la necesidad de reconocer poderes extraordinarios a los ejecutivos nacionales, siquiera con los límites y garantías que propone Ackerman. Pero esas dudas y desacuerdos pueden en realidad contribuir a lograr el objetivo último que se propone Antes de que nos ataquen de nuevo, que es, repito una vez más, que seamos conscientes de los peligros que corremos (a manos de los terroristas y a nuestras propias manos), y que discutamos seriamente y en profundidad acerca de los mecanismos institucionales que aseguren la recreación de frenos y contrapesos, que eviten el abuso de los poderes estatales en situaciones de emergencia, con independencia de que el gobierno afirme que está respetando la Constitución.
En cualquier caso, la respuesta definitiva a esta cuestión dependerá en buena medida del juicio que nos merezca la afirmación de que los atentados de grandes dimensiones son parte inevitable de nuestro futuro. Una premisa sobre la que Ackerman insiste, y que tal vez muchos europeos estimen es uno de los puntos del libro en el que el autor se ve influido más profundamente por el espíritu del tiempo y lugar en el que escribe. Entre otras razones, porque no es obvio que el factor determinante de la probabilidad de tales atentados sea la disponibilidad de los medios tecnológicos para cometerlos. Muchos europeos piensan que nada justifica moralmente atentados como el del 11 de Septiembre, pero el repudio moral más absoluto no es incompatible con el estudio de las causas que pueden haber llevado a los terroristas a perpetrar el atentado. Una vez que comencemos a elucidar las causas, quizá podamos explicar porque los terroristas eligen ciertos objetivos, y no otros, y que en esa elección pesan factores decisivamente no tecnológicos. Es más probable que el vaticino de Ackerman se pruebe tristemente cierto en lo que concierne a los Estados Unidos (los desastres de Irak y Afganistán aumentan esa probabilidad cada día), y quizá lo sea menos en el caso europeo. Además, si los motivos de los terroristas son inmorales, pero no son completamente irracionales, será posible tomar medidas que contribuyan a reducir el odio, y con ello, a evitar futuros atentados terroristas. Con independencia del juicio concreto que nos merezcan las concretas iniciativas (o sobre todo, la falta de ellas) que se adopten en ejecución del proyecto de la Alianza de Civilizaciones, o en pro de una reforma que haga de las Naciones Unidas una institución efectiva, ambas iniciativas son reflejo de esa convicción, muy extendida entre los ciudadanos europeos. En ese caso, ¿no será preferible concentrar nuestros esfuerzos en erradicar las causas del terrorismo, y no en discutir los poderes extraordinarios que hemos de reconocer a nuestros ejecutivos si los terroristas nos atacan? ¿Sobre todo a la vista de que el riesgo de que los estados europeos sean el blanco de un atentado de grandes dimensiones es probablemente muy inferior al que corren los Estados Unidos? Pero incluso si así fueran las cosas, la experiencia europea posterior al 11 de Septiembre pone de relieve que, incluso si no sufrimos ataques a una escala semejante al 11 de Septiembre, el hecho de que esos ataques se produzcan en un estado aliado influirán sobre el repeto de los derechos fundamentales en nuestro territorio. Como demuestran las extradiciones extraordinarias a través del espacio aéreo y los aeropuertos europeos a las que ya me he referido.
El segundo bloque de cuestiones que sin duda suscitará debate es el relativo a la necesidad de mecanismos que reequilibren los poderes que corresponden a las diversas instituciones del estado, en la medida en la que el proceso de integración europea opera como freno y contrapeso de las veleidades dictatoriales de cada uno de los gobiernos nacionales. A diferencia de lo que es el caso en Estados Unidos, la amenaza para los derechos fundamentales en un estado de excepción no proviene del nivel “federal”, sino del “estatal”; sin embargo, el nivel “federal” europeo sí está en condiciones de controlar y censurar la actuación de cada uno de los Estados. Algo que quizá contribuye a explicar porque, pese a todos los pesares y motivos para la preocupación, la respuesta europea al terrorismo ha sido, en general, menos dañina para la democracia europea que la estadounidense. En concreto, la integración europea tiene tres consecuencias muy positivas. En primer lugar, la propia Unión Europea constituye un nivel adicional de gobierno, en condiciones de contrapesar las decisiones que adopten los gobiernos nacionales. Es cierto que las instituciones europeas, a diferencia de las federales estadounidenses, tienen acceso a medios y recursos limitados, y algunas de ellas, como el Consejo de Ministros, son criaturas de los propios estados; pero es precisamente la combinación de relativa debilidad, poder real de decisión y supranacionalidad la que explica que el diseño constitucional de la Unión Europea limite de modo más estricto los poderes de cada uno de los niveles de gobierno que la práctica constitucional estadounidense. En concreto, existen múltiples procedimientos a través de los que la Comisión, y sobre todo el Parlamento Europeo, pueden ejercer un poder de crítica efectiva sobre las decisiones que adopte un gobierno nacional, especialmente si se trata de medidas extremas que ponen en peligro la efectividad de los derechos y libertades fundamentales en ese país.
[29] Dicho lo cual, es conveniente añadir que la importancia del papel de las instituciones europeas como contrapeso de las decisiones nacionales varía de país a país, esencialmente en función del grado de “eurofilia” de los propios ciudadanos. Así, la crítica europea puede ser eficaz en Italia, Bélgica o España, mientras que podría ser incluso contraproducente en Dinamarca, el Reino Unido o Polonia.
En segundo lugar, el proceso de integración europea ha conducido a europeizar a todos los gobiernos nacionales, hasta el punto de que la adopción o no de medidas que puedan ser vistas como extremas dependerá en buena medida de qué hagan otros gobiernos; un amplio consenso acerca de su conveniencia, o cuando menos un número de países en el que se hayan adoptado o vayan adoptarse, contribuirá a inclinar la balanza a favor de tales decisiones; y viceversa. La tendencia a tomar en cuenta la opinión de los restantes gobiernos, especialmente en cuestiones de gran trascendencia, se explica en buena medida por la multiplicación de reuniones multilaterales a las los ministros nacionales asisten, y donde están expuestos a la crítica de sus colegas europeos, pero también al intercambio formal e informal de experiencias.
[30] El grado de europeización, de modo semejante al contrapeso europeo, depende en buena medida de la actitud de cada gobierno y de cada opinión pública hacia el proyecto europeo. En tercer lugar, la integración de los ordenamientos legales de los países europeos ha sido un instrumento clave de la construcción europea. Un efecto inesperado de la síntesis constitucional de los ordenamientos jurídicos nacionales en el derecho comunitario es el cambio radical de la percepción que los jueces y profesionales del derecho europeos tienen del derecho extranjero y del derecho internacional. Mientras la mayoría de los jueces y académicos estadounidenses mantienen una actitud de sospecha ante las normas extranjeras e internacionales, en tanto que no han sido adoptadas por los representantes de los ciudadanos estadounidenses, los jueces europeos toman decisiones todos los días en la que reconocen la primacía de las normas aprobadas por el Consejo y el Parlamento Europeo sobre las votadas en el propio parlamento nacional. Ello lleva a relativizar la importancia de que una norma sea extranjera o sea internacional, y a apreciar las razones que la sustentan. En tales circunstancias, la pretensión del gobierno nacional de turno de determinar que trato sea el debido a los prisioneros de guerra o a los presuntos terroristas detenidos por las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, incluyendo la redefinición de qué sea tortura, haciendo caso omiso a los estándares fijados en el derecho internacional están condenadas al fracaso en la mayor parte, sino en la totalidad de los estados europeos. Pese a ello, es también cierto qie, el Reino Unido (y otros países europeos) han aprobado leyes restrictivas imposibles de conciliar con la lectura más permisiva del Convenio Europeo de Derechos Huamnos.
Sea como fuere, las dudas se circunscriben a las medidas concretas que propone Ackerman. Tanto en el caso de los Estados Unidos como de los países europeos, el riesgo de sufrir un atentado terrorista de grandes proporciones existe, y amenaza con volvernos tan locos como para tomar medidas que socaven nuestras democracias. Incluso si consideramos que las soluciones concretas que se adaptan mejor al caso europeo no son las defendidas por Ackerman, sus propuestas habrán contribuido decisivamente a articular nuestras alternativas. Y ése es, a mi juicio, el principal objetivo del autor: convencernos de que es urgente que sostengamos un diálogo serio y profundo, de que aprovechemos la calma, quizá duradera, quizá efímera, “para prepararnos para lo peor, esperando lo mejor”.
* * *
Antes de que nos ataquen de nuevo es un libro de contrastes. Por una parte, es un ensayo “de combate”, cuyo autor quiere convencernos desde la primera página de la gravedad de la situación a la que los artífices y los voceros de la “guerra contra el terrorismo” nos han conducido, y de la urgencia de adoptar medidas que eviten la ruina de nuestras democracias. Ackerman nos ofrece un diagnóstico claro, propuestas concretas e ideas precisas acerca de cómo cambiar el estado de cosas en que nos encontramos. Si apoyamos su propuesta de crear un marco constitucional que rija las situaciones de excepción, nuestros sistemas democráticos estarán más cerca de la supervivencia. Por otra parte, es una obra que refleja la trayectoria investigadora de más de tres décadas de su autor, por lo que su valor trasciende a la temporada de su publicación. La agudeza con la que Ackerman analiza las patologías de los sistemas democráticos, con que critica la caracterización del estado de excepción como un vacío jurídico, o la presciencia con la que pronostica los desmanes y tropelías que perpretrarán los abogados defensores de los poderes extraordinarios del Presidente Bush como comandante en jefe, son fruto del trato diario con las mejores bibliotecas de derecho constitucional, ciencia política y filosofía política durante largos años; pero también de una larga trayectoria de compromiso ciudadano. Se encuentra por tanto el lector ante un libro paradójico, un ensayo urgente pero que pretende llegar para quedarse en sus estanterías. De forma semejante, Antes de que nos ataquen describe la realidad política y constitucional de los Estados Unidos, conversa con la tradición política y constitucional de ese país. Es, en suma, un al mismo tiempo un libro teórico y un documento histórico, severamente crítico con la teoría jurídica de la Administración del segundo presidente Bush, pero quizás también síntoma (y reflejo) de la crisis constitucional, política y moral de los Estados Unidos tras el 11 de Septiembre. Los “lectores naturales” del libro son, por ello, los ciudadanos de los Estados Unidos, en tanto que titulares del poder político que Ackerman quiere galvanizar para poner fin a la escasamente kantiana guerra perpetua contra el terrorismo. Y, sin embargo, es un libro firmemente asentado en la creencia de que el derecho ha de ser la razón práctica en movimiento, que todo sistema constitucional legítimo realiza principios cuyo valor no deriva tan sólo de su aceptación por una determinada comunidad política, sino de su universabilidad. No sólo es el caso que su autor explícitamente ofrezca un plan de reforma institucional cuya hechura quiere que pueda ajustarse a varios cuerpos constitucionales, sino que rastrea pistas y soluciones en varios países europeos (y extra-europeos), movido por la convicción de que la patria constitucional de un demócrata es todo país donde impere la razón (práctica). Si me permiten el juego de palabras, Antes de que nos ataquen de nuevo es un libro escrito por un europeo del otro lado del Atlántico, del que derivaremos gran provecho todos los lectores, entre otros (espero) el de convencernos de que somos estadounidenses con nacionalidad europea.
Introducción: La Constitución de Excepción
[31]¿Qué sentirá usted al despertarse el día después del próximo atentado terrorista? Quizá le invadirán emociones encontradas: dolor, rabia, miedo. Tal vez encuentre algo de alivio en las promesas que el presidente hará por televisión, en su compromiso de que se va a actuar de manera decidida. Movido por una profunda indignación y por la urgencia de fortalecer nuestros sistemas de defensa, el gobierno va a gastar miles de millones de euros en los próximos meses para evitar que el desastre se repita. Una buena noticia.
A medida que pasen los días, la televisión dará cuenta de la letanía de reacciones al atentado, casi todas ellas bastante previsibles: enfáticas muestras de solidaridad con los miles de personas que han perdido a sus seres queridos en este atentado sin sentido, alertas varias, registros en el metro, innumerables declaraciones del ejecutivo afirmando que es imperativo dar con los culpables y evitar un segundo atentado. Muestras tan visibles de fraternidad y capacidad de acción son una parte esencial de la respuesta al atentado. Pese a ello, son tan sólo el principio de una larga lucha contra la ansiedad colectiva subsiguiente al atentado terrorista, a veces rayana en el pánico.
Cuando hablo de pánico no estoy necesariamente pensando en ciudadanos desorientados y deseosos de hacer algo, aunque no sepan muy bien el qué. A lo que realmente me refiero es a una ansiedad más difusa que nos pone en alerta: aumenta nuestra vigilancia y nuestra proclividad a las reacciones desmesuradas. Cuando tratemos de analizar el atentado y sus consecuencias, será difícil que no sea bien visible nuestra angustia. No hace falta decir que habrá políticos dispuestos a valerse de la rabia contenida para aumentar su influencia. A la vista de lo cual, hemos de preguntarnos cómo podemos hacer frente al miedo extremo que gran probabilidad nos embargará tras el atentado.
Después del último atentado terrorista fuimos presa del pánico; la consecuencia inmediata fue la aprobación de la Ley Patriótica. Si por un momento nos olvidamos de la gran polémica que la ha rodeado desde entonces, observaremos que la Ley Patriótica es un conjunto heteróclito de normas, algunas razonables, otras censurables, sin que falten las irrelevantes. Más allá de su contenido sustantivo, lo que me interesa destacar es que el Congreso, presa del pánico, votó la ley treinta y tres días después de la recepción del proyecto de manos del entonces Secretario de Justicia
[32] John Ashcroft.
[33] Aprobada en respuesta a “una amenaza de carácter y origen indefinidos”, se quiso convertir a la Ley Patriótica en un símbolo que convenciera a los ciudadanos de que el gobierno federal estaba completamente decidido a volcarse en la lucha contra el terrorismo.
[34] Más que el contenido, lo que importaba era el continente, que transmitía la imagen de la nación cerrando los puños en gesto amenazante.
Conviene tener en cuenta que los atentados del 11 de Septiembre son de una dimensión relativamente modesta en comparación con una bomba atómica de bolsillo o una epidemia desatada por el ántrax, que causarían un daño devastador. El próximo atentado terrorista podría dejar cientos de miles de víctimas inocentes entre muertos y heridos, empequeñeciendo el dolor de quienes perdieron a familiares y amigos el 11 de Septiembre. Y por ello, el pánico que se desataría podría dar lugar a una serie de medidas represivas mucho más severas que las autorizadas por la Ley Patriótica.
Si ello fuera así, correríamos un gran riesgo de dejarnos arrastrar por una espiral represiva. Tras cada nuevo atentado mortal, nuestros representantes propondrían una nueva serie de leyes restrictivas de nuestros derechos con las que se nos prometería el plus de seguridad necesario para aplacar nuestra ansiedad; nada nos garantiza que ello evite que los terroristas ataquen de nuevo meses o años después. Cada nuevo desastre reforzaría los argumentos de quienes defiendan leyes aún más draconianas, y así sucesivamente. Incluso si en el próximo medio siglo se produjeran tan solo tres o cuatro atentados a escala superior a la del 11 de Septiembre, la patológica espiral represiva a la que acabo de referirme habría acabado con las libertades políticas y civiles en el año 2050.
[35]La causa última del problema no es otra que la propia democracia.
Un régimen estalinista estaría en condiciones de responder al atentado prohibiendo los movimientos y censurando la información, con lo que la mayor parte del país no llegaría a saber lo sucedido, de modo que el gobierno podría pretender que la normalidad es absoluta.
Una democracia no puede permitirse actuar así. La conmoción subsiguiente al atentado afectará a todos ciudadanos, y provocará de forma inmediata que la opinión pública se inquiete. En la próxima campaña electoral, los candidatos tendrán la tentación de manipular el pánico de los ciudadanos, acusando a sus rivales de alfeñiques, y caracterizando a los libertarios (“civil libertarians”)
[36]como blandengues a los que sólo falta dar la bienvenida a nuestros enemigos. De esta manera la espiral represiva seguirá girando inexorablemente, con la bendición de nuestros representantes democráticamente elegidos.
Normalmente confiamos en que los jueces nos protejan de tales desmanes. Sea cuál sea la dimensión del problema o la intensidad del pánico, los tribunales estarán ahí para defender nuestros derechos fundamentales contra nuestros instintos más básicos.
Al menos eso es lo que nos decimos a nosotros mismos, y al hacerlo nos engañamos. Necesitamos un poder judicial fuerte e independiente, quién lo duda, pero necesitamos algo más. Ese algo más es una constitución de excepción que autorice medidas temporales que nos permitan hacer todo lo posible para evitar un segundo atentado, pero que al mismo tiempo impida que se recorten nuestros derechos de manera permanente. Nuestra principal preocupación ha de ser que los políticos no se valgan del pánico para limitar nuestras libertades de modo perdurable. Dado que corremos un riesgo claro e inminente (“clear and present”),
[37] es conveniente que, si me permite el lector una metáfora clásica, nos atemos al mástil para evitar tentaciones mortales. Eso es lo que nos promete la constitución de excepción; y este libro explica cómo esa promesa puede hacerse realidad.
El diseño de un estado de excepción limitado es problemático. Es esencial que el ejecutivo no pueda hacer todo lo que le venga en gana en el período inmediatamente posterior al atentado- muchas opciones tienen que estar absolutamente prohibidas aun en tales circunstancias. Incluso algunas medidas aparentemente razonables pueden desencadenar una dinámica difícil de detener cuando ya no sean necesarias. No es fácil evitar esas tendencias patológicas mediante el diseño de la constitución de excepción. Pese a ello, no tenemos mejor defensa contra una espiral represiva alimentada por el pánico. La constitución de excepción es el remedio más efectivo para evitar la ruina de nuestras libertades.
El terrorismo es un reto al que se enfrentan todas las democracias liberales, por lo que todas ellas pueden aprender de las experiencias de los demás. Mientras que el desafío es relativamente nuevo para Estados Unidos (debido a la protección brindada por los dos grandes océanos que nos separan de Europa y Asia), otros países llevan siglos haciendo frente a situaciones de alto riesgo, lo que explica que sus constituciones contengan disposiciones detalladas sobre el uso de poderes de excepción; tales normas han sido de gran ayuda para este autor. Pero ninguna constitución contiene un modelo perfecto- ni siquiera mínimamente aceptable. Todas ellas fueron escritas pensando en problemas y riesgos –una potencia extranjera invasora o un golpe de estado dado por una facción extremista- bien distintos de aquellos a los que nos enfrentamos. El reto que nos plantea el terrorismo del siglo XXI es muy distinto. A diferencia de las potencias del eje durante la Segunda Guerra Mundial, Osama Bin Laden no tiene tropas o naves con las que ocupar físicamente los Estados Unidos. A diferencia de los comunistas, Al Qaeda no se propone la toma revolucionaria del poder en los países occidentales. Que los riesgos que corremos sean nuevos no los hace menos peligrosos.
Los atentados terroristas del siglo XXI pueden causar miles de víctimas y desencadenar una oleada de consternación y pánico que acabe convirtiendo nuestro país en un represor estado policial. Pero ni Osama ni sus sucesores estarán jamás en condiciones de invadirnos como amenazaban hacerlo Hitler o Stalin. Simplemente no tienen medios para conquistar el territorio enemigo. Si alguien destruye nuestra tradición de libertad seremos nosotros mismos, no las tropas invasoras.
Cuando hablo de la constitución de excepción, espero que no se me interpreten mis palabras al pie de la letra. Y ello dado que pocas de las medidas que propongo requieren una reforma constitucional para ser adoptadas- la constitución de excepción puede ser aprobada por el Congreso mediante una ley orgánica (“framework statute”)
[38] relativa a la respuesta adecuada a los atentados terroristas. Pero para que esto suceda, es necesario que iniciemos una conversación constitucional en el mismo espíritu con el que la condujeron nuestros fundadores.
[39]Como nos advirtiera James Madison,
[40] no siempre estarán al mando de la república políticos ilustrados con gran visión de estado. Para disminuir el riesgo de involución despótica, los constituyentes crearon un sistema basado en los frenos y contrapesos (checks and balances”);
[41] me propongo en este libro avanzar por esa misma senda. Mi constitución de excepción pretende adaptar el sistema que hemos heredado, de modo que pueda servirnos para afrontar los retos específicos del siglo XXI.
En primer lugar, y muy especialmente, es importante fijar límites estrictos al poder presidencial. Los Presidentes no deben tener autoridad para declarar el estado de excepción, salvo con carácter transitorio y por un período máximo de una o dos semanas, el tiempo necesario para que el Congreso considere la cuestión. Los poderes de excepción se extinguirán salvo que una mayoría en las dos cámaras del Congreso
[42] los refrende- pero incluso esa autorización parlamentaria tiene una validez limitada a dos meses. Transcurridos los cuales, el Presidente habrá de solicitar al Congreso la renovación de los poderes de excepción; la mayoría necesaria será ahora del 60%; cuando pasen otros sesenta días, la renovación requerirá una mayoría aún más reforzada, del 70%; finalmente, las renovaciones sucesivas sólo serán concedidas si las apoyan un 80% de los congresistas.
Salvo que se produzca un atentado terrorista de violencia inusitada, el requerimiento de mayorías cada vez más amplias (lo que denominaré en este libro como la escala de mayorías crecientes (“supermajoritarian escalator”) conducirá a que los estados de excepción sean relativamente breves. Al mismo tiempo, forzará al presidente a ser cauteloso y solicitar la renovación de tales poderes sólo si tiene argumentos realmente convincentes.
La definición del ámbito de los poderes de excepción es determinante. Pero lo fundamental es la regulación de la facultad de ordenar la detención de quienes sean sospechosos de terrorismo, dado que su arresto es clave para prevenir un segundo atentado. Será condición inexcusable para privar de libertad que existan bases razonables para sospechar sobre la culpabilidad del detenido (“reasonable suspicion”); la detención podrá prolongarse durante un período máximo de cuarenta y cinco días, transcurrido el cual, gobierno habrá de satisfacer el estándar probatorio más exigente característico del proceso penal ordinario (esto es, la existencia de indicios racionales de culpabilidad). Además, incluso durante el período de detención preventiva, los jueces podrán intervenir con el objeto de prevenir que los arrestados sufran tortura u otros abusos.
Hay muchas más cuestiones que merecen ser discutidas. Es importante destacar que mis recomendaciones más precisas o concretas- que la renovación de la declaración de excepción se produzca cada dos meses, y no cada tres, o que el período de detención preventiva sea de cuarenta y cinco días y no de sesenta- no son fundamentales, aunque siempre es preferible que los lectores críticos tengan un modelo concreto que cuestionar. Sea como fuere, nos conviene no perdernos en los detalles. Mi objetivo es suscitar el debate, no determinar de antemano cuáles sean las decisiones correctas.
El tiempo se nos escapa de las manos. Nos hace falta más tiempo para enfrentarnos al triste futuro constitucional que nos espera; pero también para determinar qué propuestas son buenas y cuáles son malas y para organizar una discusión pública amplia y profunda sobre estas cuestiones; y nos haría falta aún más tiempo para que los políticos con altura de miras- si hay alguno- aprueben una ley que establezca los perfiles constitucionales del estado de excepción.
Mientras tanto, los terroristas no estarán cruzados de brazos. Cada nuevo atentado contribuirá a que se destinen más medios militares y policiales a la lucha anti-terrorista, y a la aprobación de nuevas medidas represivas.
El ciclo de terror, miedo y represión puede descontrolarse mucho antes de que se forme una mayoría suficiente a favor de un modelo de constitución de excepción.
Quizá tengamos suerte y no sea así. Lo que está claro es que no llegaremos a ninguna parte salvo que empecemos a discutir seriamente sobre el tema ahora. Nos jugamos mucho en el empeño dado que nuestra teoría y nuestra práctica constitucional no nos servirán para hacer frente a los pánicos políticos recurrentes que caracterizarán a este siglo XXI.
Las palabras son el sustento de nuestra vida constitucional. A la vista de las palabras de las que nos servimos para describir nuestra situación actual, está claro que vamos con el pie cambiado. La retórica de la “guerra contra el terrorismo” ha reportado pingües beneficios al Presidente Bush, pero no puede ser más contraproducente a los efectos de controlar el pánico. El mero hecho de denominar el reto al que nos enfrentamos como guerra traslada la carga de la prueba constitucional a quién se opone a la acción unilateral del ejecutivo, al tiempo que es totalmente contraria a la filosofía de los frenos y contrapesos (“checks and balances”).
No es absurdo afirmar que quién ocupa la Presidencia acaba adorando la retórica de la guerra. Hace ya casi dos siglos, Andrew Jackson declaró la guerra al Banco de los Estados Unidos,
[43] arrogándose poderes dudosamente constitucionales para retirar los depósitos federales de lo que él consideraba la banca del enemigo, entonces presidida por el “pérfido” Nicholas Briddle.
[44] Presidentes más cercanos a nuestros días han declarado la guerra a la pobreza, la delincuencia organizada y la drogadicción. Incluso cuando se emplea de forma abiertamente metafórica, la retórica marcial permite al presidente instrumentalizar la mística que rodea a la función de comandante en jefe de las fuerzas armadas, valiéndose de ella para pedir a los ciudadanos sacrificios en pro del bien nacional. Los clarines que tocan a las pseudo-guerras dan cobertura retórica a decisiones unilaterales cuya constitucionalidad es más que dudosa.
La expresión “guerra contra el terrorismo” no se emplea metafóricamente, como fuera el caso con “guerra a la pobreza”.
[45] En un sentido clásico, “guerra” hace referencia a una lucha entre estados soberanos. A primera vista, pudiera parecer baladí aplicar el término a la lucha contra grupos terroristas. Pero no lo es en modo alguno. Las guerras “clásicas” terminan en un momento determinado. Hay un hecho decisivo que las concluye. Bien sea la rendición de uno de los combatientes, bien un armisticio y/o un tratado de paz, nos encontramos con un hito que marca el final de la guerra. Nada de esto sucederá en la llamada “guerra contra el terrorismo”. Que Bin Laden sea capturado (si alguna vez lo es), enjuiciado y condenado no implicará necesariamente la derrota de Al Qaeda. En el mejor de los casos, aparecerán nuevos grupúsculos terroristas. Hay indicios de que Al Qaeda ha establecido vínculos con Hezbolá. ¿Quién está en condiciones de determinar dónde acaba una organización y dónde empieza la otra?
[46]Hay más de seis mil millones de seres humanos- bastan y sobran para abastecer de activistas a las bandas terroristas, incluso si los países occidentales no atizan el fuego del odio. Si llamamos a esto “guerra”, será una guerra sin fin.
La constitución de excepción tiene la virtud de abrirnos una vía alternativa por la que salir de este embrollo. Si las cosas siguen como están, es previsible que los presidentes se valgan de los próximos atentados terroristas para pedirnos que sacrifiquemos más y más libertades, argumentado que es necesario para ganar esta guerra. Pero si adoptamos la constitución de excepción, estaremos en condiciones de encauzar la ansiedad colectiva de forma más provechosa. Si mi propuesta tiene éxito, la ciudadanía presa de la consternación no encenderá el televisor para ver al presidente dar un puñetazo encima de la mesa y prometer que ganará la “guerra contra el terrorismo”. El mensaje que escuchará se parecerá mucho más al que sigue:
“Conciudadanos, en estos momentos en los que lloramos nuestras terribles pérdidas, habéis de saber que vuestro gobierno no se dejará intimidar por esta vil acción terrorista. Los tiempos que vivimos no son ordinarios; se requieren acciones inmediatas y decididas. Por eso solicitaré del Congreso la declaración de un estado de excepción por un tiempo limitado, lo que nos permitirá tomar medidas contundentes para evitar un nuevo atentado y volver rápidamente a la normalidad, con todos nuestros derechos y libertades intactos”
No crea el lector que soy un iluso. La consolidación de una constitución de excepción que induzca al Presidente a renunciar a la retórica de la guerra requerirá un esfuerzo arduo y prolongado, máxime a la vista de que el Presidente Bush ha logrado que los ciudadanos acepten su retórica belicista.
Gracias a la que los medios de comunicación han reproducido de forma acrítica y reiterada la cantinela presidencial, todo el mundo considera obvio que estamos luchando una “guerra contra el terrorismo”. Aunque sean muchos los que no aprueban la manera en que el Presidente conduce la guerra, ningún político serio niega que estemos en guerra- ciertamente no lo negó el candidato presidencial John Kerry en la campaña de 2004. Ahora bien, no es de recibo pedir a los políticos serios que abandonen la retórica belicista sin proponer al mismo tiempo un marco conceptual alternativo en el que puedan, al mismo tiempo, oponerse a la idea de que estamos en guerra y demostrar su compromiso con la defensa de la seguridad nacional.
Ése es precisamente el objetivo de este libro. Al ofrecer una alternativa constitucional a la guerra, no estoy proponiendo nada radicalmente nuevo. Antes al contrario, la constitución de excepción desarrolla ideas y prácticas de uso corriente. Con frecuencia escuchamos que el presidente o tal o cuál gobernador ha declarado el estado de excepción para hacer frente a una catástrofe natural; quizá nos resulte menos familiar que los presidentes estadounidenses declaren emergencias para hacer frente a crisis en países extranjeros o amenazas terroristas. Mi propósito es desarrollar estas prácticas ya consolidadas, de modo que establezcamos procedimientos que nos ofrezcan una protección adecuada frente a la tendencia presidencial a caer en una dinámica belicista; y nos aseguren que cuando nos despertemos a la mañana siguiente del próximo atentado, sigamos siendo libres.
Que mi propuesta tenga éxito o no es algo que dependerá en buena medida del Tribunal Supremo.
[47] Si el alto tribunal rechaza de forma contundente las decisiones extraordinarias que ha tomado el presidente en la “guerra contra el terrorismo”, el inquilino de la Casa Blanca podría verse forzado a aceptar la constitución de excepción como solución alternativa. Son muchas, sin embargo, las incógnitas que no han despejado los primeros fallos del Tribunal en la materia; en cualquier caso, las decisiones judiciales por sí solas no bastan. Si, y sólo si, se sostiene un amplio debate público sobre la conveniencia y características de la constitución de excepción, podremos razonablemente esperar que nuestros representantes políticos se tomen la idea en serio.
Quizá tengamos suerte. Quizá no haya un segundo atentado de escala igual o superior al del 11 de Septiembre; o tal vez cuando los terroristas atenten de nuevo, la presidencia estará ocupada por un heroico defensor de las libertades públicas, que no se dejará arrastrar por la dinámica política del miedo y la represión. Pero tampoco podemos descartar que nos vaya peor tras el próximo atentado. Quizá el presidente de turno sea una combinación letal del simplismo de George W. Bush, el instinto político de Lyndon B. Johnson y el carácter despiadado de Richard Nixon.
El mejor diseño constitucional posible es insuficiente en una situación catastrófica; no es menos cierto que en el mejor de los mundos posibles, es irrelevante toda cuestión de diseño constitucional. Ahora bien, entre ambos extremos hay una amplia gama de situaciones, que son precisamente aquéllas en las que normalmente nos encontramos. Es en tales casos en los que la constitución de excepción puede marcar la diferencia- al menos de ello espero convencer a los lectores.
Empezaré con un diagnóstico de los males que nos aquejan ¿Por qué es tan peligrosa la idea de que estamos luchando una guerra contra el terrorismo? ¿Por qué necesitamos una constitución de excepción si queremos superar el peculiar reto que nos lanzan los terroristas? ¿Por qué no nos sirve nuestro viejo y noble sistema de derecho penal?
A continuación, pasaré del diagnóstico a la prescripción ¿qué principios han de informar la constitución de excepción? Ya he anticipado en este prólogo lo esencial de mi argumento: han de limitarse las facultades del presidente sujetando el ejercicio de sus poderes extraordinarios a la previa autorización del Congreso, que habrá de ser renovada periódicamente; han de crearse los incentivos necesarios para que el estado de excepción concluya lo más rápidamente posible, mediante la adopción la exigencia de mayorías cada vez más reforzadas para su renovación (la “escala creciente de mayorías”).
Pero hay otras muchas cuestiones de las que tendré que ocuparme dada su importancia. Por ejemplo, sobre las principales víctimas de un estado de excepción. Ejerciendo poderes extraordinarios, la policía y el FBI podrán decidir la detención preventiva de cientos de sospechosos de actos de terrorismo. La mayor parte de los detenidos, incluso la práctica totalidad de los mismos, resultará ser completamente inocente. Pese a ello, la aplicación de la constitución de excepción demorará su puesta en libertad hasta cuarenta y cinco días, pues sólo transcurridos los mismos serán de aplicación las garantías procesales penales ordinarias ¿Podemos afirmar que esa solución es moralmente aceptable?
A lo largo del libro se presta atención prioritaria a los principios generales de la constitución de excepción, y en concreto, se considera la relación entre sus distintos componentes. Pero también se cuestiona la medida en la que la constitución de excepción encaja en el ordenamiento jurídico vigente en Estados Unidos. Aunque no se le preste habitualmente una gran atención, hay una disposición específica en vigor en la materia, la Ley de Emergencias Nacionales de 1976. Pese a sus muchos defectos, la mera existencia de la ley es importante. Su vigencia deja claro que el reto que afrontamos es el de mejorar el legado que nos dejó la generación precedente, por lo que hemos de aprender de sus errores, y perseverar en su empeño de construir frenos y contrapesos (“checks and balances”) que eviten que se abuse de las prerrogativas de excepción.
De manera similar, también considero el encaje de mi propuesta en la Constitución en vigor. Dado que mi argumento se basa en los frenos y contrapesos (“checks and balances”), lo que se defiende en este libro se ajusta perfectamente al derecho constitucional positivo, por lo que es probable que, llegado el caso, el Tribunal Supremo declare la constitucionalidad de una ley de poderes de excepción, a poco que cuidáramos técnicamente su redacción. Pese a ello, la yuxtaposición del viejo y el nuevo orden constitucional no dejara de plantear cuestiones de gran interés acerca de la capacidad que tiene la Constitución de Estados Unidos de perdurar.
En el capítulo séptimo ofreceré un plan de actuación cuyo objetivo es hacer frente a la peor de las situaciones que cabe imaginar, un atentado terrorista que decapite el gobierno, al acabar con la vida del presidente, la mayor parte de los miembros del Congreso y del Tribunal Supremo. Por razones obvias, una eventualidad tal no quitaba el sueño a los fundadores de los Estados Unidos; pero dos siglos después, un ataque de tales dimensiones podría abrir una vía de agua en la línea de flotación de nuestro sistema político, al provocar una crisis de gobierno precisamente en el momento en que un liderazgo sólido es más necesario. Con todo, los problemas de nuestro sistema son fundamentalmente fruto de la inercia y la dejación- por lo que es una materia en la que es posible consensuar reformas sin grandes controversias, siempre que el Congreso preste a la cuestión la atención debida.
Este es un libro pesimista, un ensayo sobre los malos menores, si se me permite tomar prestado el título de la ponderada monografía de Michael Ignatieff.
[48] Que mis predicciones sean poco halagüeñas no significa que no haya motivos para la esperanza. La situación es grave, pero el futuro no es tan oscuro como en los peores momentos del siglo XX, en los que la amenaza de invasión y toma del poder por la fuerza de un Hitler o un Stalin eran bien reales. Si en medio de tales peligros conseguimos defender nuestras libertades, podremos conservarlas también ahora, a poco que hagamos uso de nuestra imaginación institucional.
Nuestra formidable tradición de frenos y contrapesos (“checks and balances”) nos proporciona todos los materiales necesarios para superar no sólo futuros atentados de trágicas consecuencias, sino también las predecibles olas de pánico que les seguirán.
El reto que hemos de afrontar es el de pensar y actuar de tal modo que logremos prolongar nuestra tradición un siglo más. No es un desafío pequeño. Pero podemos estar a la altura de las circunstancias; al menos esa es la esperanza que subyace al análisis de los futuros catastróficos de que me ocupo en el resto del libro.
[1] Ley de Tribunales Militares (“Military Commissions Act”), fue aprobada por el Congreso estadounidense en 29 de Septiembre de 2006, y solemnemente promulgada el 17 de Octubre de 2006. El texto de la ley está disponible en
http://frwebgate.access.gpo.gov/cgi-bin/getdoc.cgi?dbname=109_cong_bills&docid=f:s3930enr.txt.pdf.
[2] El Departamento de Estado denegó un visado al profesor Tariq Ramadan, visiting fellow de Saint Anthony´s College de Oxford, y a quién se había ofrecido una cátedra en Notre Dame University, basándose en que Ramadan había donado unos 600 euros a una organización no gubernamental que desarrollaba actividades humanitarias en Palestina”. Ramadan “debería haber sabido” que sus donaciones acabarían en manos de los terroristas, pese a que cuando realizó los pagos (entre 1998 y 2002) las ONGs eran perfectamente legales no sólo a los ojos de las autoridades europeas, sino de las ¡estadounidenses!, pues sólo en el 2003 fueron calificadas como “terroristas”. Véase ‘US maintains visa ban on Muslim Academic’, The Guardian, 26 de Septiembre de 2006, disponible en
http://education.guardian.co.uk/higher/worldwide/story/0,,1881207,00.html. Con independencia de la opinión que a cada cual merezca Ramadán, es obvio que el Departamento de Estado no alegó hechos, sino que postuló una conclusión sin fundamento fáctico alguno (aunque, claro está, se hayan hecho referencias oblicuas a fundamentos adicionales que no podrían revelarse sin poner en peligro la “seguridad nacional”).
[3] En Enero de 2003, bajo presidencia griega en el Consejo, los representantes de la Comisión y del Consejo celebraron una reunión rutinaria con representantes estadounidenses, en el marco de la cual acordaron: “hacer un uso más intenso de las infraestructuras de tránsito europeas –es decir, los aeropuertos- en la repatriación de extranjeros que hayan cometido algún delito o que hayan de ser expulsados”. Lo que parecía una decisión puramente limitada al control migratorio sirvió de cobertura legal a las extradiciones extraordinarias. Véase ‘New Transatlantic Agenda. EU-US meeting on Justice and Home Affairs, Athens, 22 January 2003’, de 27 de Enero de 2003, documento 5762/03; el texto completo (no censurado) está disponible en
http://www.statewatch.org/news/2005/dec/us-eu-5762.03-PA.pdf (página visitada el 1 de Noviembre de 2006). En el registro del Consejo sólo figura una versión parcialmente clasificada (
http://register.consilium.europa.eu/pdf/en/03/st05/st05762en03.pdf), pese a que el Consejo facilitó a Statewatch una versión completa. El párrafo al que me he referido no es “público”. En el marco del Consejo de Europa, se han publicado dos informes de su Secretario General, uno de la Asamblea Parlamentaria y un cuarto de la Comisión de Venecia. Todos los textos, apéndices e informaciones adicionales pueden obtenerse en
http://www.coe.int/T/E/Com/Files/Events/2006-cia (página visitada el 1 de Noviembre de 2006). El informe de la comisión ad hoc del Parlamento Europeo puede consultarse en
http://www.europarl.europa.eu/comparl/tempcom/tdip/default_en.htm. Amnesty International ha elaborado un informe muy detallado donde se dan cuenta de los procesos abiertos ante los tribunales nacionales, ‘Partners in Crime. Europe’s Role in US renditions’, disponible en
http://web.amnesty.org/library/pdf/EUR010082006ENGLISH/$File/EUR0100806.pdf. Véanse igualmente Guido Olimpo, Operazione Hotel California, Milan: Feltrinelli, 2005 y Trevor Paglen y A.C. Thompson, Torture taxi: in the trail of the CIA’s rendition flights, Hoboken: Melville House Publishing, 2006.
[4] Condoleeza Rice, ‘Remarks upon her departure for Europe’ disponible en
http://www.state.gov/secretary/rm/2005/57602.htm (página visitada el 1 de Noviembre de 2006). Sin embargo, en esa fecha era público y notorio que la Administración Bush interpretaba el concepto de tortura de modo idiosincrático, como prueba la aprobación por el Congreso estadounidense de la llamada “enmienda MacCain” a través de leyes aprobads en Diciembre de 2005 y Enero de 2006. Por lo que respecta a la práctica de extradiciones extraordinarias, el Presidente Bush reconoció expresamente la práctica en un discurso el 6 de Septiembre de 2006, al “relanzar” su campaña política antes de las elecciones de Noviembre al Congreso, y cuando se discutía la Ley de Tribunales Militares; el discurso está disponible en
http://www.whitehouse.gov/news/releases/2006/09/20060906-3.html (página vistada el 1 de Noviembre de 2006). El Secretario General del Consejo de Europa había afirmado mucho antes que dado el cúmulo de evidencias, no tenía sentido seguir hablando de “presunciones”. El informe final del Comité ad hoc de investigación del Parlamento Europeo criticará duramente a Javier Solana y Grij de Vries por su postura dubitativa al respecto. Véase Mark Beunderman, EU considered joint renditions 'framework' with US, EU Observer, 29 de Noviembre de 2006, disponible en
http://euobserver.com/9/22973 (página visitada el 29 de Noviembre de 2006).
[5] (primer volumen: Foundations, 1991; segundo volumen: Transformations, 1997; tercer volumen en preparación). En el 2005, Ackerman publicó The Failure of the Founding Fathers, Cambridge (MA): Harvard University Press, que si bien no forma parte de la trilogía, se ocupa de cuestiones afines a las cubren los tres volúmenes de la citada obra.
[6] Vid. John Erik Fossum y Agustín José Menéndez, ‘The Constitution’s Gift’, 11 (2005) European Law Journal, pp 380-410.
[7] Véase la introducción de Patrick Weil a la traducción francesa del primer volumen de We the People (Au nom du peuple, Calmann-Lévy, Paris, 1998)
[8] The Future of the Liberal Revolution, New Haven: Yale University Press, 1992 (hay traducción al castellano: Ariel, 1995).
[9] ‘The Rise of World Constitutionalism’, 83 (1997) Virginia Law Review, pp. 771-797 y ‘Hope and fear in constitutional law’, en Erik Oddvar Eriksen, John Erik Fossum y Agustín José Menéndez (eds.), Developing a Constitution for Europe, London: Routledge, 2004, pp. xii-xvii.
[10] Véase el texto de su declaración en
http://www.apsanet.org/imgtest/TestimonyUSHouseJudiciary-Ackerman.pdf (página visitada el 1 de Noviembre de 2006), elaborado en The Lame-Duck Impeachment, New York: Seven Stories Press, 1999.
[11] Sobre la decisión del Tribunal Supremo, Ackerman ha editado la colección Bush vs Gore: The Question of Legitimacy, New Haven: Yale University Press, 2002.
[12] Además de haber sido uno de los juristas que impugnó la constitucionalidad de la decisión de la mayoría republicana de establecer una mayoría reforzada para la aprobación de leyes que supusieran un aumento de la carga tributaria (en 1997) y de haber firmado un dictamen en apoyo de la constitucionalidad de la Ley contra la violencia sobre las mujeres, en 1999.
[13] Véase el capítulo 11 de La Justicia Social y también ‘Why Dialogue?’, 86 (1989) Journal of Philosophy, 5-22 (1989) (hay tradicción al castellano: 2 (1998) Metapolítica pp. 207-22). En castellano, véase la antologia La política del diálogo liberal, Barcelona: Gedisa, 1999.
[14] Bruce Ackerman y James Fishkin, Deliberation Day, New Haven: Yale University Press, 2004.
[15] Economic Foundations of Property Law, Boston: Little Brown, 1975 (segunda edición publicada bajo el título Perspectives on Property Law, Boston: Little Brown, 1995, co-editada junto a Robert C. Ellickson y Carol M. Rose) y Private Property and the Constitution, New Haven: Yale University Press, 1977. Con anterioridad, Ackerman había escrito sobre el derecho a la vivienda en ‘Regulating Slum Housing Markets on Behalf of the Poor’, 80 (1971) Yale Law Journal, pp. 1093-1197 y ‘More on Slum Housing and Redistribution Policy’, 82 (1973) Yale Law Journal, pp. 1194-1207.
[16] The Stakeholder Society, New Haven: Yale University Press, 1999 (junto con Anne Alstott) y Redesigning Distribution, London: Verso, 2005 (co-editado junto con Anne Alstott y Philippe Van Parijs).
[17] The Uncertain Search for Environmental Quality, Nueva York: the Free Press, 1974 escrito junto a Susan Rose Ackerman, James W. Sawyer Jr y Dale W. Henderson, y Clean coal, dirty air, co-escrito con William T. Hassler, New Haven: Yale University Press, 1981.
[18] Muchas de ellas inquietantes. Sobre el uso de la propaganda en la guerra fría, véase Kenneth Osgood, Total Cold War, Lawrence: University Press of Kansas, 2006.
[19] Una decisión central en la “guerra contra el terrorismo”, quién lo duda, ha sido la invasión de Irak en Marzo de 2003. Tres años y medio después, las agencias de inteligencia estadounidenses concluían unánimemente que la invasión ha aumentado el riesgo de nuevos atentados terroristas contra personas e intereses estadounidenses. Es cuestión de tiempo, desgraciadamente, que uno de esos atentados tenga éxito. Véase Mark Mazzetti, ‘Spy Agencies Say Iraq War Worsens Terrorism Threat’, The New York Times, 24 de Septiembre de 2006.
[20] Véase John C. Yoo, War by other Means, Nueva York: Atlantic Books, 2006 y Richard Posner, Not a Suicide Pact, New York: Oxford University Press, 2006.
[21] El profesor Charles Tiefer ha desentrañado el papel que desempeña el discurso jurídico al servicio del programa político de la Administración Bush, y muy especialmente, de la consolidación de la alianza política entre fundamentalistas religiosos y neo-liberales radicales. Véase su libro Veering Right, Berkeley: California University Press, 2004.
[22] Por ejemplo, Cheney, Rumsfeld, y en mucha menor medida en España Karl Rove, aunque los medios estadounidenses y europeos hayan prestado –con razón- mucha atención al papel que desempeña como asesor principal del presidente. Al respecto, puede verse Joan Didion, ‘Cheney: The Fatal Touch’, The New York Review of Books, 5 de Octubre de 2006; James Moore y Wayne Slater, The Architect: Karl Rove and the Master Plan for Absolute Power, New York: Crown Publishing Group, 2006 o James Mann, Ri
se of the Vulcans: The History of Bush's War Cabinet, New York: Viking, 2004. Hasta hace unos meses, la explicación favorita era la conspiración de los neo-conservadores. Es obvio que su pensamiento ha sido muy influyente, y en algunos casos decisivo, pero que otros factores también han pesado en el diseño de la política estadounidense. Sobre ellos, puede verse John Micklethwait y Adrian Wooldridge, The Right Nation: Conservative Power in America. New York: New York: Penguin Press, 2004 y Irwin Stelzer (ed.) The Neocon Reader, New York: Grove Press, 2004.
[23] De hecho, la enorme influencia de los neo-conservadores desde Septiembre de 2001 a finales de 2005 se debe en buena medida a que fueran el único grupo republicano con un programa claro acerca de qué hacer tras un evento cómo el 11 de Septiembre.
[24] Sobre el particular, puede verse Christian Joerges y Navraj Singh (ed.), The Darker Legacies of Law in Europe, Oxford: Hart Publishers, 2004. La influencia de Carl Schmitt ha sido especialmente pesada en España. El jurista alemán fue probablemente el catedrático con nombre internacional que aceptó con mayor frecuencia invitaciones de las instituciones académicas españolas, algo que se explica probablemente por su inhabilitación en Alemania, pero también por razones más personales: su hija Ánima se casó con el profesor de historia del derecho de la Universidad de Santiago de Compostela Alfonso Otero, lo que convertía los viajes a España en una ocasión familiar. Sea como fuere, su presencía física contribuyó a que sus libros y artículos fueran leídos y publicados en España, y muy señaladamente, por el Instituto de Estudios Políticos bajo la dirección de Francisco Javier Conde, cuya biografía presenta algunos paralelismos con la de Schmitt.
[25] Bruce Ackerman y Todd Gitlin, A Liberal Manifesto, American Prospect, Noviembre de 2006 (traducción al castellano en la edición del 6 de Noviembre de 2006 de El País).
[26] Sobre el caso español, véase Paddy Paddy Woodworth, Guerra Sucia, Manos Limpias: ETA, el GAL y la democracia española, Barcelona: Editorial Crítica, 2002.
[27] Por ejemplo, en el caso español, podría discutirse si al estado de excepción propuesto por Ackerman le correspondería el régimen previsto en el artículo 55.1 de la Constitución (en cuyo caso, se podría prolongar la detención gubernativa más allá de setenta y dos horas) o en el artículo 55,2 (en la medida en la que el objeto mismo del estado de excepción ackermaniano es permitir la investigación de “elementos terroristas”), en cuyo caso la Sentencia del Tribunal Constitucional 199/87 impediría postergar la puesta d disposición judicial sin autorización del magistrado competente, No es obvio que en un estado de excepción orientado a hacer frente a una amenaza terrorista tras un atentado de grandes dimensiones no fuera igualmente aplicable esta exigencia, pues de lo contrario el legislador podría eludir la sentencia del Constitucional declarando un estado de excepción mientras se prolongue la amenaza terrorista. De hecho, la citada sentencia declaró inconstitucionales diversas disposiciones de la Ley Orgánica Antiterrorista 9/1984.
[28] Véase la encuesta al respecto del instituto Gallup, disponible en
http://www.gallup-international.com/ContentFiles/eoy2003poll.asp (visitada el 1 de Noviembre de 2006).
[29] La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, y sobre todo, su Tribunal de Derechos Humanos, están en condiciones de reforzar tales críticas. Sobre la crítica de los estados europeos por parte del Parlamento, véanse los informes anuales del comité independiente de expertos financiado por la Comisión, y a los que presta gran atención el Parlamento Europeo, disponibles en
http://ec.europa.eu/justice_home/cfr_cdf/index_en.htm (página visitada el 1 de Noviembre de 2006).
[30] Sobre la europeización como socialización, véase Cris Shore, Building Europe. The Cultural politics of European Integration, Londres: Routledge, 2000.
[31] N. del T.: Traduzco “emergency constitution” por “constitución de excepción”, valiéndome del término acuñado por Pedro Cruz en sus múltiples escritos en la materia (vid. por ejemplo ‘Normalidad y excepción’, 71 (2004) Revista Española de Derecho Constitucional, pp. 181-200, p. 189); si bien es obvio que Ackerman da un contenido específico al término, y no lo es menos que pretende convencernos de la necesidad de definir un nuevo tipo de estado excepcional, me parece que la expresión “constitución de excepción” es con todo la más apropiada.
[32] N. del T.: “attorney general” en el original, que literalmente podría traducirse por “primer abogado del Estado”; con esa denominación se designa a quién dirige al Departamento de Justicia de los Estados Unidos, una posición que combina (en términos generales) las funciones que en España se asignan al Ministro de Justicia y al Fiscal General del Estado. He optado por el término Secretario de Justicia, en tanto que los miembros del gabinete del Presidente de los Estados Unidos suelen denominarse “secretarios” en castellano, y no ministros.
[33] La ley Patriótica fue aprobada el 26 de Octubre de 2001 (Pub, L. No. 105-56; puede consultarse en
http://frwebgate.access.gpo.gov/cgi-bin/getdoc.cgi?dbname=107_cong_public_laws&docid=f:publ056.107.) La primera mención a la ley puede encontrarse en el Congressional Record de 2 de Octubre de 2001. Sin embargo, la propuesta se convirtió en un foco de interés algunos días antes, tras la presentación de la misma que realizó el (entonces) Secretario de Justicia Ashcroft ante la Comisión de Justicia del Congreso el 24 de Septiembre de 2001. [N.del T. El “Patriot Act” (que traduzco como Ley Patriótica, siguiendo el uso establecido por los periódicos de referencia en lengua castellana) es un conjunto abigarrado de disposiciones legales, entre las cuales destacan las definiciones de los tipos penales de terrorismo interno o doméstico (domestic terrorism), terrorismo internacional (international terrorism) y de colaboración con bandas terroristas. La Ley modificó en sentido restrictivo otras normas legales, como las de extranjería, instituciones financieras y blanqueo de dinero, al tiempo que amplió las facultades de las fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia en detrimento de los derechos de libertad de los ciudadanos (por ejemplo, en lo relativo a la protección de datos en manos de bibliotecas públicas u hospitales)].
[34] Tomo la caracterización de la amenaza terrorista de dos de los más analistas legales más reflexivos, en concreto Philip Heymann y Juliette Kayyem, Protecting Civil Liberties in an age of terror, Cambridge (MA): The MIT Press, 2005, p. 5.
[35] Eric Posner y Adrian Vermeule nos ofrecen una visión panglossiana del problema: “No es obvio que los pánicos, si es que ocurren, y las espirales que se desencadenan a continuación sean necesariamente negativos. El miedo es la respuesta adecuada ante una amenaza; las olas de pánico pueden destrozar nuestras estructuras constitucionales, pero a veces ese es el fin que se merecen. Las dinámicas que desencadena el pánico ponen fin al status quo, pero a veces es conveniente que ello sea así”, en Posner y Vermeule, ‘Accommodating Emergencies’, 56 (2003) Stanford Law Review, 605-44, p. 610. Los citados autores ridiculizan a quiénes creen probable que se desate el pánico, al tiempo que muestran su confianza en la capacidad del ordenamiento jurídico de superar la crisis. Aunque no volveré a hacer referencia a este artículo en las notas a pie de página, lo he tenido muy presente al elaborar mis contra-argumentos. Si una vez acabado este libro, el lector lee el ensayo de Posner y Vermeule, confío en que concluya que hasta los más brillantes juristas pueden perderse en un laberinto de especulaciones [N. del T.: el adjetivo panglossiana, obviamente, hace referencia al personaje del Cándido de Voltaire, Pangloss, probablemente inspirado en la filosofía de Leibniz, y caracterizado por su optimismo desbordante].
[36] N. del T.: Traduzco “civil libertarians” como libertarios.
[37] N. del T.: “clear and present danger” es el estándar asentado por el Tribunal Supremo para evaluar la constitucionalidad de medidas restrictivas del derecho a la libertad de expresión. Fue acuñado por el Tribunal Supremo en Schenck c. United States, 249 US 47, un caso en el que se discutía si la manifestación pública de opiniones contrarias al reclutamiento forzoso de ciudadanos durante la Primera Guerra Mundial era un tipo de discurso constitucionalmente protegido.
[38] N. del T.: Mediante la expresión “framework statute” los constitucionalistas estadounidenses se refieren esencialmente a las leyes que regulan el proceso legislativo. El rango normativo de tales leyes es formalmente idéntico al de las restantes leyes, aunque materialmente ocupen una posición intermedia entre la constitución y la ley; dicho de otro modo, son leyes quasi-constitucionales. En el sistema de fuentes que establece la Constitución española, la norma que presenta mayores semejanzas con el “framework statute” es la ley orgánica, por lo que opto por esa traducción. Aún a sabiendas de que puede inducir a una cierta confusión, dado que la categoría específica de “organic act” se corresponde en derecho estadounidense con la Ley aprobada por el Congreso para organizar un territorio que, o bien aún no se ha convertido en uno de los estados de la unión aunque se prevé que lo haga en el futuro, o bien se encuentra bajo soberanía estadounidense sin que vaya a convertirse en estado de la Unión. Al fin y al cabo, el contenido típico de un Organic Act también es constitucional o quasiconstitucional en términos materiales, ya que suele consistir, entre otras cosas, en un catálogo de derechos y una serie de disposiciones relativas a la organización y equilibrio de los poderes del estado en ese territorio. Sobre el particular, puede consultarse, por ejemplo, Elizabeth Garrett, ‘The Purposes of Framework Legislation’, 14 (2005) Journal of Contemporary Legal Issues, pp. 717-66. El texto de una de las “Organic Act” (la relativa al territorio de Guam) puede encontrarse en
http://www.law.cornell.edu/uscode/html/uscode48/usc_sup_01_48_10_8A.html.
[39] N. del T. En el discurso político estadounidense, el término “fundadoresfundadoresfundadores” (o simplemente fundadores, más en boga en los últimos años al eliminar la connotación masculina) en sentido estricto hace referencia a los signatarios de la Declaración de Independencia de 1776 y a los delegados que participaron en la Convención de Filadelfia que redactó la Constitución de 1787 (como es bien sabido, las diez primeras enmiendas que contienen el núcleo del catálogo de derechos fundamentales fueron añadidas dos años después, su redacción consecuencia del proceso de ratificación de la Constitución). Pero en un sentido más amplio, el término “fundadores” se refiere a todos aquéllos que desempeñaron un papel activo en la forja del ordenamiento constitucional y político de los Estados Unidos, desde el inicio de la guerra de independencia hasta la consolidación del ordenamiento constitucional. Así, por ejemplo, Thomas Paine (autor de un panfleto clave como El Sentido Común) es sin duda un padre fundador en sentido amplio, aunque no firmara la Declaración de Independencia y tampoco participara en la Convención de Filadelfia.
[40] Alexander Hamilton, John Jay y James Madison, The Federalist Papers, edited by Jacob E. Cooke, Cleveland: World Publishing, 1961, ensayo 10, p. 60 (la traducción más citada en castellana del Federalista quizá sea la publicada por el Fondo de Cultura Económica de México, en traducción de Gustavo R. Velasco en 1943).
[41] N. del T.: Traduzco “checks and balances” por frenos y contrapesos, siguiendo el uso establecido por Manuel García Pelayo en Manual de Derecho Constitucional Comparado, Madrid: Alianza Editorial, 1984.
[42] N. del T.: Congreso (“Congress”) hace referencia a sus dos cámaras, la Cámara de Representantes y el Senado. Es por ello equivalente al término “Parlamento” en derecho español. Traduzco, no obstante, directamente por Congreso dado que es lo habitual. Ha de advertirse al lector, no obstante, que la institución afín al Congreso español es la Cámara de Representantes, no el Congreso de los Estados Unidos.
[43] [N. del T.] El primer Banco de los Estados Unidos había sido creado en 1791, tras una considerable polémica constitucional, en torno a la constitucionalidad de la decisión del gobierno federal. Los federalistas, con Alexander Hamilton a su cabeza, afirmaban que la Constitución no sólo no prohibía expresamente la creación del banco, sino que había de interpretarse que establecía un poder implícito en tal sentido, dado que el Banco era un medio para alcanzar fines constitucionales cuya satisfacción era competencia del gobierno federal. Los republicanos demócratas, liderados por Jefferson, se opusieron radicalmente al Banco, que consideraban como una institución que ponía en peligro la estructura constitucional, al favorecer estructuralmente los intereses de unos pocos ciudadanos. Jackson retomó los argumentos de Jefferson al llegar a su fin el período de veinte años tras el cual la “carta” constitutiva del banco exigía su renovación.
[44] Jackson delegó en sus secuaces políticos la guerra explícita contra el Banco. El más destacado de los banderilleros presidenciales fue el Senador Thomas Hart Berton, a quién correspondió defender en un discurso que fue famoso en su época el veto del Presidente: “El banco está en el campo de batalla; preparado para la guerra; un ariete- la catapulta, no de los Romanos, sino de los Republicanos; cuyo objetivo no es derribar las murallas de las ciudades enemigas, sino arruinar el bastión de la libertad de los Estados Unidos de América y acabar con los derechos del pueblo”. Véase Thomas Hart Berton, Thirty Years’ View, or, A history of the working of the American government for thirty years, from 1820 to 1850, Nueva York: D. Appleton, 1859, volumen 1, págs. 256-63. Sobre la dudosa legalidad de las decisiones del Presidente, véase Gerald Magliocca, ‘Veto! The Jacksonian Revolution in Constitutional Law’, 78 (1999) University of Nebraska Law Review, pp. 205-62, en concreto pp. 236-7.
[45] [N. del T.] El término “guerra contra la pobreza” fue acuñado por el Presidente Lyndon B. Johnson en su discurso sobre el Estado de la Unión de 1964, y hace referencia a una serie de programas sociales y medidas redistributivas.
[46] Véase Dana Priest y Douglas Farah, ‘Terror Alliance has U.S. Worried”, Washington Post, 30 de Junio de 2002; Susan Schmidt y Douglas Farah, ‘Al Qaeda’s New Leaders’, Washington Post, 29 de Octubre de 2002.
[47] N del T.: Como es bien sabido, el control de constitucionalidad de las leyes en el sistema jurídico estadounidense no es monopolio de un órgano específico, a diferencia de lo que establecen las constituciones de muchos países continentales europeos, entre ellos la española. Por el contrario, todos los jueces pueden dejar sin aplicación cualquier norma legal si estiman que es contraria a la Constitución. El papel central del Tribunal Supremo de los Estados Unidos como guardián de la constitución deriva de su condición de tribunal de última instancia, cuya jurisprudencia vincula a todos los restantes tribunales (y a los restantes poderes públicos).
[48] Michael Ignatieff, The Lesser Evil, political ethics in an age of terror, Princeton: Princeton University Press y Edimburgo: Edimburgh University Press, 2004 (traducción al castellano: El mal menor: ética política en una época de terror, Madrid: Taurus, 2004; [N. del T. Traduzco el singular lesser evil por el plural “males menores”, concordando con el traductor de un ensayo de Ignatieff extraído del libro homónimo y publicado en castellano Claves de Razón Práctica en el número de Julio-Agosto de 2004 (pp. 4-11) y discrepando del traductor de la monografía].