lunes, diciembre 26, 2005

MATERIALES 8. ACCIÓN AFIRMATIVA/DISCRIMINACIÓN INVERSA.

Discutiremos los puntos de vista y teorías presentes en el debate sobre la llamada acción afirmativa, acción positiva o discriminación inversa.
Comenzaremos con el debate de un caso práctico reciente en España. Se trata de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de dieciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.
Ya antes de su entrada en vigor hubo un importante debate doctrinal y periodístico sobre los pros y contras del distinto trato que da a mujeres y hombres que sean autores de ciertos comportamientos en sí iguales.
Una buena colección de textos de tal debate puede verse en: http://www.almendron.com/politica/spain/violencia.htm
Lea todos los artículos que pueda y sin falta los de de Enrique Gimbernat, Joaquín Leguina, José A. Martín Pallín, Micaela Navarro y Gregorio Peces-Barba. En la mencionada página web hay enlaces a todos ellos.
Léase también el siguiente artículo doctrinal: MIGUEL ÁNGEL BOLDOVA PASAMAR y M.ª ÁNGELES RUEDA MARTÍN, "La discriminación positiva de la mujer en el ámbito penal", Diario La Ley, nº 6146, de 14 de diciembre de 2004. Se recuerda a los estudiantes que tienene acceso gratuito al Diario La Ley con su password personal de La Ley, que pueden obtener gratuitamente. En todo caso, se adjunta aquí, al final de este post, el texto completo de dicho trabajo.
Por último, se puede encontrar buen material teórico complementario en:
http://www.uv.es/CEFD/Index_9.htm

TAREA: 1. Señale brevemente al menos tres razones generales (es decir, no referidas sólo a este caso de la represión de la violancia doméstica) a favor y tres razones generales en contra de las medidas de discriminación positiva. 2. Averigüe y mencione otros ejemplos importantes de discriminación positiva en la jurisprudencia o legislación mundial. 3. Exponga sintéticamente su opinión sobre la discriminación positiva presente en la referida Ley española contra la violencia de género.
Plazo: 10 hs. del día 10 de enero de 2006


Diario La Ley, nº 6146, 14 de diciembre de 2004.

LA DISCRIMINACIÓN POSITIVA DE LA MUJER EN EL ÁMBITO PENAL

(Reflexiones de urgencia sobre la tramitación del proyecto de ley orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género)

Por MIGUEL ÁNGEL BOLDOVA PASAMAR y M.ª ÁNGELES RUEDA MARTÍN
Profesores Titulares de Derecho Penal. Universidad de Zaragoza

En esta contribución los autores proponen una interpretación de los preceptos penales modificados por el Proyecto de Ley Orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género, para paliar los posibles efectos negativos de una discriminación positiva de la mujer en el ámbito penal.

En torno a la denominada, hasta ahora, violencia doméstica se han producido en los seis últimos años una avalancha de reformas que, a la vista del incremento incesante de las cifras de este tipo de violencia (1), hace presagiar que no han alcanzado su fin (2), de manera que aquellos autores, como los que suscriben estas líneas, que se hayan ocupado de este tema en el último año, habrán contemplado que su trabajo se encontraba al poco tiempo desfasado (3). Como características generales de estas reformas se pueden destacar las siguientes. Por una parte, en este ámbito se han introducido nuevos delitos que antes eran faltas (art. 153 del Código Penal), se ha ampliado alguno de los ya existentes (art. 173.2 y 3 del Código Penal), se han endurecido de una manera considerable las penas y las medidas de seguridad (introduciendo algunas nuevas y ampliando otras de las ya existentes) (4) y en suma se han adelantado las barreras de protección de bienes jurídicos de tal forma que en estos momentos se puede plantear la cuestión de si nos encontramos ya ante un verdadero «Derecho penal del enemigo» frente al «Derecho penal del ciudadano» (5). No es éste, sin embargo, el problema que vamos a tratar en la presente contribución, sino que lo que se pretende es efectuar unas consideraciones u observaciones sobre la presentación y tramitación del Proyecto de Ley Orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género.

El Proyecto inicialmente presentado por el Gobierno desató desde un principio una interesante polémica entre los diversos agentes jurídicos y sociales, en particular en lo relativo a la protección penal. Encontró las oposiciones más enconadas entre algunos sectores de los jueces y de la doctrina penal, que estimaban con diversos argumentos que el Proyecto del Gobierno chocaba con los principios básicos que deben informar la legislación penal en un Estado Social y Democrático de Derecho, al incorporar al Código Penal tipos agravados de violencia en la pareja en función de la condición sexual de uno de ellos, pero no del otro (6). En la tramitación parlamentaria se ha logrado alcanzar una unanimidad política en relación con el conjunto del Proyecto (320 votos a favor). Recordemos también que incluso en el título del Proyecto de Ley Orgánica se ha reflejado la unanimidad política frente a la opinión de la Real Academia de la Lengua Española que desaconsejó la utilización de la expresión «violencia de género» (7). Sin embargo, no se ha logrado alcanzar la unanimidad en los aspectos político-criminales del Proyecto, aun cuando se han introducidos nuevos tipos agravados y privilegiados con los que corregir o compensar los efectos indeseados de un tratamiento penal desigual del hombre y de la mujer (8).

El Proyecto castiga con una pena superior los malos tratos, las lesiones (pero no todas), las amenazas leves y las coacciones leves cuando la víctima «sea o haya sido esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia», y también cuando la víctima sea «persona especialmente vulnerable que conviva con el autor».

Se modifica el art. 148 del Código Penal que queda redactado de la siguiente forma:

«Las lesiones previstas en el ap. 1 del artículo anterior podrán ser castigadas con la pena de prisión de dos a cinco años, atendiendo al resultado causado o riesgo producido: 1.º Si en la agresión se hubieren utilizado armas, instrumentos, objetos, medios, métodos o formas concretamente peligrosas para la vida o salud, física o psíquica, del lesionado. 2.º Si hubiere mediado ensañamiento o alevosía. 3.º Si la víctima fuere menor de doce años o incapaz. 4.º Si la víctima fuere o hubiere sido esposa, o mujer que estuviere o hubiere estado ligada al autor por una análoga relación de afectividad, aun sin convivencia. 5.º Si la víctima fuera una persona especialmente vulnerable que conviva con el autor.»

El art. 153 del Código Penal queda redactado como sigue:

«1. El que por cualquier medio o procedimiento causare a otro menoscabo psíquico o una lesión no definidos como delito en este Código, o golpeare o maltratare de obra a otro sin causarle lesión, cuando la ofendida sea o haya sido esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia, o persona especialmente vulnerable que conviva con el autor, será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o de trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a tres años, así como, cuando el Juez o Tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación para el ejercicio de patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento hasta cinco años.

No obstante lo previsto en el párrafo anterior, el Juez o Tribunal, razonándolo en sentencia, en atención a las circunstancias personales del autor y las concurrentes en la realización del hecho, podrá imponer la pena inferior en grado.

2. Si la víctima del delito previsto en el apartado anterior fuere alguna de las personas a que se refiere el art. 173.2, exceptuadas las personas contempladas en el apartado anterior de este artículo, el autor será castigado con la pena de prisión de tres meses a un año o de trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a tres años, así como, cuando el Juez o Tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación para el ejercicio de patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento de seis meses a tres años.

3. Las penas previstas en los dos apartados anteriores se impondrán en su mitad superior cuando el delito se perpetre en presencia de menores, o utilizando armas, o tenga lugar en el domicilio común o en el domicilio de la víctima, o se realicen quebrantando una pena de las contempladas en el art. 48 de este Código o una medida cautelar o de seguridad de la misma naturaleza.»

Se añaden dos apartados, numerados como 4 y 5, al art. 171 del Código Penal, que tendrán la siguiente redacción:

«4. El que de modo leve amenace a quien sea o haya sido su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia, será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o de trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a tres años, así como, cuando el Juez o Tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento hasta cinco años.

Igual pena se impondrá al que de modo leve amenace a una persona especialmente vulnerable que conviva con el autor.

No obstante lo previsto en los párrafos anteriores, el Juez o Tribunal, razonándolo en sentencia, en atención a las circunstancias personales del autor y a las concurrentes en la realización del hecho, podrá imponer la pena inferior en grado.

5. El que de modo leve amenace con armas u otros instrumentos peligrosos a alguna de las personas a las que se refiere el art. 173.2, exceptuadas las contempladas en el apartado anterior de este artículo, será castigado con la pena de prisión de tres meses a un año o trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de uno a tres años, así como, cuando el Juez o Tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento por tiempo de seis meses a tres años.

Se impondrán las penas en su mitad superior cuando el delito se perpetre en presencia de menores, o tenga lugar en el domicilio común o en el domicilio de la víctima, o se realice quebrantando una pena de las contempladas en el art. 48 de este Código o una medida cautelar o de seguridad de la misma naturaleza.»

El contenido actual del art. 172 del Código Penal queda numerado como ap. 1 y se añade un ap. 2 a dicho artículo con la siguiente redacción:

«2. El que de modo leve coaccione a quien sea o haya sido su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad, aun sin convivencia, será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o de trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a tres años, así como, cuando el Juez o Tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento hasta cinco años.

Igual pena se impondrá al que de modo leve coaccione a una persona especialmente vulnerable que conviva con el autor.

Se impondrá la pena en su mitad superior cuando el delito se perpetre en presencia de menores, o tenga lugar en el domicilio común o en el domicilio de la víctima, o se realicen quebrantando una pena de las contempladas en el art. 48 de este Código o una medida cautelar o de seguridad de la misma naturaleza.

No obstante lo previsto en los párrafos anteriores, el Juez o Tribunal, razonándolo en sentencia, en atención a las circunstancias personales del autor y a las concurrentes en la realización del hecho, podrá imponer la pena inferior en grado» (9).

El art. 620 del Código Penal queda redactado como sigue:

«Serán castigados con la pena de multa de diez a veinte días:

1.º Los que de modo leve amenacen a otro con armas u otros instrumentos peligrosos, o los saquen en riña, como no sea en justa defensa, salvo que el hecho sea constitutivo de delito.

2.º Los que causen a otro una amenaza, coacción, injuria o vejación injusta de carácter leve, salvo que el hecho sea constitutivo de delito.

Los hechos descritos en los dos números anteriores sólo serán perseguibles mediante denuncia de la persona agraviada o de su representante legal.

En los supuestos del núm. 2.º de este artículo, cuando el ofendido fuere alguna de las personas a las que se refiere el art. 173.2, la pena será la de localización permanente de cuatro a ocho días, siempre en domicilio diferente y alejado del de la víctima, o trabajos en beneficio de la comunidad de cinco a diez días. En estos casos no será exigible la denuncia a que se refiere el párrafo anterior de este artículo, excepto para la persecución de las injurias» (el texto en negrita ha sido introducido en la tramitación parlamentaria del Proyecto de Ley en el Congreso).

El sujeto activo de todos los comportamientos considerados en el Proyecto como delito cuando la víctima es una mujer, viene definido por el anónimo «el que», por lo que se plantea la pregunta de a quién se refiere el aludido «el que». En efecto, puede ser un hombre, ¿pero cabe también la posibilidad de que se trate de una mujer? El espíritu de la ley reduce el ámbito de los autores sólo a los hombres, según el art. 1.1 del Proyecto, que establece que «la presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia». Ahora bien, la incorporación de todos estos preceptos al Código Penal puede llevarnos a poner en duda que el hombre sea el único sujeto activo, lo que implica cuestionar al mismo tiempo que se trate de una ley integral para la mujer, puesto que su contenido acabará fragmentándose e integrándose en el cuerpo legislativo correspondiente (penal, procesal, etc.), de modo que en el futuro no se acudirá a ella como punto de referencia único. Pero volviendo a la primera pregunta: ¿es que acaso no puede plantearse que una mujer cometa estas conductas contra su propia pareja que también es mujer y que, en consecuencia, pueda ser castigada por estos delitos que sólo mencionan la condición de mujer en el ámbito del sujeto pasivo, pero no en el del sujeto activo? Si la respuesta fuera afirmativa, lo paradójico sería que sólo se comprendieran las coacciones leves, las amenazas leves, los malos tratos y las lesiones en parejas homosexuales femeninas, pero no en parejas homosexuales masculinas.

La vidriosa problemática que se plantea es si se pueden establecer figuras delictivas atendiendo exclusivamente a la circunstancia sexual del sujeto que, o bien las sufre, o bien las realiza, prescindiendo de cualquier otro fundamento material que lo acompañe. Desde un punto de vista histórico, no está de más indicar que tal manera de establecer formas delictivas en función de la condición sexual de la víctima o del autor recuerda otras figuras de antaño que se incluían en los Códigos penales del siglo XIX y que afortunadamente fueron desapareciendo a lo largo del siglo XX (10). Pues bien, la explicación de la actual tendencia legislativa, que aun cuando recuerda tiempos pretéritos no tiene nada que ver con ellos ni en su génesis ni en su filosofía, puede encontrarse en los «nuevos gestores de la moral colectiva» a los que se refiere SILVA SÁNCHEZ, y en concreto a asociaciones como las feministas (11) que se han convertido, como señala GIMBERNAT ORDEIG, «en grupos de presión que pretenden --y en muchos casos consiguen-- la consagración legislativa de sus postulados, acudiendo precisamente a la criminalización o, en su caso, cuando el comportamiento está ya previamente tipificado, al endurecimiento de las sanciones» (12).

De entrada no hay que ignorar que la igualdad de derechos en el plano jurídico entre el hombre y la mujer desde nuestra Constitución de 1978 no se ha visto reflejada totalmente en el devenir social, que ha puesto de manifiesto una desigualdad de hecho entre hombres y mujeres en diversos ámbitos, entre ellos el de la convivencia familiar, expresión que empleamos en sentido amplio. Así, por ejemplo, hay hombres que maltratan a sus mujeres, prescindiendo de que son personas con los mismos derechos que ellos (13). Esta reforma a la vista de la desigualdad imperante en muchos casos utiliza unos instrumentos jurídicos para establecer una discriminación (positiva) que compense dicha desigualdad. No obstante, la idea del tratamiento desigual entre hombre y mujer no es la idea rectora que preside todo el Proyecto, porque en ámbitos como el educativo se parte precisamente del fomento de la igualdad entre los sexos. En cambio, en otros sectores como el publicitario, el asistencial o el laboral se establecen medidas de discriminación positiva. También así se procede en el ámbito penal, pero la cuestión que se plantea no es tanto si esta discriminación es positiva o negativa, sino si estamos en presencia de un Derecho penal de autor frente al modelo garantista del Derecho penal del hecho, lo que podría dar al traste con el principio de culpabilidad (14). No se trata tanto de si el criterio empleado en el Proyecto establece un Derecho penal de víctima, que puede ser legítimo, sino un Derecho penal de autor, que en ningún caso puede considerarse lícito. Por ejemplo, el Derecho penal sexual de menores es un Derecho penal de víctimas, pero el sujeto activo puede ser tanto un hombre como una mujer. En este particular ámbito está justificado un Derecho penal sexual de menores frente al Derecho penal sexual de adultos por la especial protección dispensada en la Constitución española y en los Acuerdos Internacionales a los menores.

A pesar del incesante aumento de las cifras de fallecimientos producidos por este tipo de violencia no se modifican los delitos contra la vida, sino únicamente algunos delitos contra la integridad corporal (malos tratos y lesiones) y algunos delitos contra la libertad (amenazas y coacciones). Tampoco se ha establecido un tipo agravado cuando la víctima «sea o haya sido esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia» en los delitos sexuales (15), aun cuando en ellos las víctimas son de forma abrumadoramente mayoritaria las mujeres. No obstante, si esta reforma se centra exclusivamente en la agravación cuando la víctima sea una de las señaladas en las coacciones leves, amenazas leves, lesiones leves y graves o malos tratos, por qué razón se ignora en las lesiones más graves de los arts. 149 y 150 del Código Penal las amenazas y las coacciones cuando no sean leves, las torturas y otros tratos degradantes, o las detenciones ilegales y los secuestros. Máxime cuando en el art. 1.3 del Proyecto de Ley Orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género se establece que «la violencia de género a que se refiere la presente Ley comprende todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad». Esta protección integral que se pretende lograr en el Proyecto a favor de la mujer y frente a las agresiones de todo tipo de su pareja masculina, no se refleja pues sistemáticamente en el articulado del Código Penal en relación con los delitos y faltas contra las personas. Allí donde no está prevista expresamente la agravación hay que entender que habrá paridad de trato para el autor, sea hombre o mujer. Parece que asistimos a una protección asistemática, cuya razón de ser podría consistir en que la penalidad de las faltas, ahora transformadas en delito, resultaba insuficiente desde el punto de vista de la prevención general en la lucha contra la discriminación sexual cuando adopta la forma de violencia contra la mujer, pero esta explicación no resulta satisfactoria, porque se estaría justificando una agravación de la pena por razones meramente preventivas. Sin embargo, sólo si la política del legislador obedeciera a que han cambiado efectivamente las valoraciones ético-sociales sobre estos fenómenos, y si lo que hasta hace poco era tenido por leve pasa actualmente a reputarse como grave, entonces cabría atender a una mayor gravedad del hecho desde el punto de vista del contenido de lo injusto y de la culpabilidad. A este respecto se puede constatar que ha habido una evolución presente en los últimos años en virtud de la cual la violencia contra las mujeres ha pasado de ser únicamente un problema de agresiones interpersonales, a un problema social como consecuencia de una desigualdad de las relaciones de pareja entre hombre y mujer (16).

La objeción de una posible inconstitucionalidad por supuesta infracción del principio de culpabilidad de este Proyecto en la tutela penal se ha intentado superar introduciendo una tipificación expresa basada en la especial vulnerabilidad de la víctima que convive con el autor, atribuyéndole la misma penalidad que la prevista para el caso de la agresión del hombre sobre su pareja femenina. Esta fórmula no plantearía problemas en torno a la discriminación si la agravación se hubiese centrado en general en todas las personas especialmente vulnerables. Sin embargo, como no ha sido así y se mantienen dos supuestos alternativos, se produce la impresión de que la ley presume una mayor vulnerabilidad de la mujer, que siendo cierto en el plano social y en relación con la condición de mujer, puede no serlo en la situación concreta y real, atribuyéndole al autor lo que sería obra de otros (17). Siguiendo la tesis de MARTÍN VIDA, que analiza cuál es el fundamento jurídico-normativo en la Constitución española que justifica el empleo de las medidas de acción positiva en favor de los miembros de colectivos tradicionalmente discriminados (en particular de las mujeres), para que se pueda poner en marcha un programa de acción positiva a favor de los miembros de un cierto colectivo es imprescindible que el mismo haya padecido una situación constatable en el tiempo de marginación, que ponga de manifiesto una discriminación de tipo estructural que haga imposible hallar las causas precisas a las que obedece. Como en la mayoría de casos resulta imposible determinar quién es el responsable individual de la situación de discriminación, se opta --según la autora citada-- por favorecer al colectivo con carácter general (18). Esto, sin embargo, no sucede en el ámbito penal, porque se puede identificar y castigar en la mayoría de los casos al autor responsable. Dicho de otra forma, esta atribución de responsabilidad con carácter general es incompatible con los principios del Derecho penal moderno en un Estado de Derecho, que ha desarrollado criterios de atribución de responsabilidad «concretos» por el hecho propio, y no por hechos ajenos.

No obstante, se pretende proteger a la mujer de forma especial porque generalmente es la víctima en estos delitos (19). Esto se traduce en un mayor castigo del agresor cuando es hombre, pero únicamente en el ámbito de la relación de pareja. Porque si la discriminación se estableciera con carácter general y en cualquier ámbito, sin duda constituiría un Derecho penal de autor. Pero ¿es un Derecho penal de autor reducir la discriminación a una parcela de las relaciones hombre-mujer determinada, la de relación de pareja, aun cuando la pretensión principal sea la de proteger de un modo especial a la mujer? En realidad sólo de una forma indirecta se protege a la víctima mujer frente a futuras agresiones, pero no frente a la ya realizada por la que se hace intervenir al Derecho penal y a sus consecuencias jurídico penales (20). Lo cierto es que el efecto inmediato de la discriminación es la agravación de la pena al autor. Pero hay un efecto inescindible de esa protección especial para la mujer que se traduce también en un efecto secundario privilegiante cuando es ella la agresora contra su cónyuge o pareja masculina. La introducción de un nuevo apartado cuando la víctima es especialmente vulnerable salva la cuestión en los supuestos en los que la víctima-hombre es especialmente vulnerable, pero no deja de verse en tales casos que, la ley, queriendo proteger a la mujer cuando es víctima, acaba premiándola también cuando es agresora (y su víctima no es especialmente vulnerable). Por tanto, salvo que hallemos un fundamento material ajeno a la especial vulnerabilidad de la víctima que explique la diferencia de trato de hombre y mujer en determinados casos, nos hallaríamos ante un Derecho penal de autor basado en la presunción de especial vulnerabilidad de la mujer, que tiene su correlato en la peligrosidad del autor que también se acabaría presumiendo, tal y como ha precisado GIMBERNAT ORDEIG (21).

Se podría deducir implícitamente en estos delitos que la condición de ser hombre en una relación de pareja heterosexual y consecuentemente víctima la mujer no es un elemento típico (de la autoría y de la víctima), sino una condición objetiva de mayor punibilidad basada en consideraciones de política criminal, puesto que parece haberse prescindido de la posición de dominio en la configuración de las relaciones entre el sujeto pasivo y el activo, y únicamente se ha atendido al dato objetivo y exclusivo de la condición de hombre como sujeto activo y de mujer como sujeto pasivo. Así, podría incurrir también en este delito el hombre que desde una posición de inferioridad respecto de su cónyuge o pareja femenina la golpea, amenaza o coacciona levemente. Pero la configuración de tal cualidad como una condición objetiva de mayor punibilidad produciría graves consecuencias en el tratamiento del error, que es irrelevante, pues no se contempla en el Código Penal. Por ejemplo, en una discusión familiar el hombre que, enfadado porque la hija ha llegado tarde a casa, golpea en lugar de a ésta por error a su esposa, habría realizado la conducta tipificada en el art. 153.1 (pena de prisión de seis meses a un año o de trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a tres años, así como, cuando el Juez o Tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación para el ejercicio de patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento hasta cinco años), algo evidentemente inaceptable y absurdo. En cualquier caso nos encontraríamos con un vestigio de responsabilidad objetiva. Estas reflexiones nos conducen a cuestionarnos una vez más si los tipos delictivos referidos han de aplicarse mayoritariamente contra los hombres o sólo contra los hombres, y si han de aplicarse a aquellos hombres a quienes se debe atribuir responsabilidad penal en concreto o si, por el contrario, han de aplicarse a todos los hombres porque estructuralmente la discriminación (negativa) de la mujer es un problema general del que todos son responsables. En nuestra opinión, es necesario encontrar un criterio que proporcione un fundamento material para atribuir responsabilidad penal en concreto por esta clase de hechos.

Con arreglo a una interpretación teleológico-sistemática se puede encontrar un fundamento material que explique la limitación de la autoría a la condición de ser hombre, y que reside, por un lado, en que el hombre, en la realización de estas conductas, ejerce su posición dominante en la relación de pareja con una mujer, de manera que el abuso de poder en dicha relación es lo que fundamenta una mayor gravedad de lo injusto de estos comportamientos que en los restantes. Sin embargo, esto no es suficiente, pues dicho fundamento material se comparte en todas las figuras delictivas en que se relacionan como víctimas los sujetos del art. 173.2, y en consecuencia también una mujer puede ejercer una posición de dominio en sus relaciones de pareja homosexual. Pero, por otro lado, con base en el art. 1.1 del Proyecto se puede deducir que en estos hechos realizados por hombres contra sus mujeres existe una mayor gravedad de la culpabilidad, puesto que el motivo que impulsa al autor a cometer el delito es la discriminación por razón del «sexo femenino», con lo que nos encontramos con un elemento subjetivo de la culpabilidad que excluye claramente las agresiones de mujeres contra sus parejas femeninas. Se trata entonces de un Derecho penal del hecho, porque se castigan hechos concretos y la condición de la autoría (y de la víctima) fundamenta una mayor gravedad de lo injusto y de la culpabilidad si atendemos a las razones materiales expuestas. Porque atender a determinados motivos o actitudes internas del sujeto activo no debe conducir necesariamente a interpretar los tipos conforme al Derecho penal de autor (22). No obstante, cabe poner de manifiesto que la pena sería superior si a los tipos básicos de los arts. 153.2 y 171.5 de los sujetos mencionados en el art. 173.2 se les hubiera añadido la agravante genérica de obrar por motivos discriminatorios (pena en su mitad superior), evitando con ello los problemas que genera la cuestión de la discriminación positiva en el Derecho Penal. Pues, aunque ciertamente la discriminación --positiva para la mujer, pero negativa para el hombre-- no logra evitarse, es asumible desde los principios penales. Al fin y al cabo la misma conducta realizada a la inversa (la mujer sobre el hombre) podría castigarse con una pena mínima superior a través de la apreciación de la circunstancia agravante de motivos discriminatorios.

Si apreciamos este doble fundamento material marginando el mero dato objetivo de la concurrencia de una determinada condición sexual, podemos evitar algunas valoraciones evidentemente injustas como, por ejemplo, los malos tratos recíprocos en una pareja hombre-mujer incluidos literalmente en el art. 153 del Código Penal y que darían lugar, prescindiendo del fundamento material señalado, a que al hombre se le castigara con mayor pena que a su pareja (23). Además, en aquellas relaciones de pareja en las que hay violencia, puede haber una reacción defensiva con un exceso, y el dato de quién es hombre o mujer, exclusivamente, no nos proporciona la información de quién es el maltratador.

Si no apreciamos el doble fundamento material que hemos puesto de relieve, otra alternativa legislativa para castigar más gravemente estos supuestos habría sido la de establecer un tipo agravado en función de la especial vulnerabilidad de la víctima, que casi siempre será la mujer. Lo que no es admisible es que se presuma una mayor vulnerabilidad de la víctima sin que se admita prueba en contrario. Pero esta perspectiva implica partir tan sólo del abuso de una relación de superioridad (del hombre sobre la mujer), sin atender a los motivos discriminatorios que están en la base de las relaciones de pareja dominadas por el ejercicio puntual de violencia física o psíquica contra la mujer.

En conclusión, una propuesta de interpretación de todos estos tipos delictivos con arreglo al doble fundamento presentado conduciría a la siguiente clasificación de conductas:

a) las agresiones leves (que consistan en coacciones, amenazas con o sin armas u otros instrumentos peligrosos, malos tratos y lesiones) sin que concurra ni el abuso de la relación de poder ni los motivos discriminatorios deben ser calificadas como faltas (arts. 617 y 620);

b) las agresiones leves que consistan en coacciones o amenazas sin armas u otros instrumentos peligrosos en las que concurra el abuso de la relación de poder han de ser calificadas como falta agravada a tenor del art. 620 in fine;

c) las agresiones leves que consistan en malos tratos, lesiones y amenazas con armas u otros instrumentos peligrosos en que concurra el abuso de la relación de poder, siendo el sujeto pasivo alguna de las personas citadas en el art. 173.2, han de ser calificadas como delito (arts. 153.2 y 171.5);

d) y, finalmente, las agresiones leves consistentes en coacciones, amenazas, malos tratos y lesiones, así como las lesiones graves, realizadas todas ellas con abuso de la relación de poder y por motivos discriminatorios, que son ejercidas contra la esposa o pareja femenina deben calificarse a través de las figuras superagravadas correspondientes de los arts. 148.4.º, 153.1, 171.4 y 172.2.

Por último, hay que resaltar también la presunta incoherencia intrasistemática en la que se incurriría cuando la violencia es puntual u ocasional, puesto que hay un trato diferenciado de los hechos en virtud del sexo, frente a los supuestos en los que la violencia o intimidación tiene carácter habitual (art. 173.2 del Código Penal), para el que el sexo de la víctima es irrelevante. Sin embargo, el fundamento material que hemos atribuido anteriormente para los casos en los que la víctima es la (ex)esposa o (ex)pareja femenina, relativo a los motivos discriminatorios del autor, no es posible llevarlo a una eventual modificación del art. 173.2 con base en el mismo sujeto pasivo sin que esto pudiera ser tachado abiertamente como un Derecho penal de autor. Esta calificación sería válida al menos parcialmente y en lo que concierne a la agravación, puesto que aparte de los hechos reiterados y habituales que efectivamente se castigan (Derecho penal de hecho), queda un aspecto de la valoración jurídica directamente vinculado a un determinado plan de vida (maltratador) y a la adopción de una determinada actitud existencial (machista) (24).

Por otra parte, la mencionada superagravación es facultativa en las lesiones graves, y obligatoria en cambio en las lesiones leves, los malos tratos, las amenazas leves y las coacciones leves. No obstante, en estos últimos delitos está previsto que el juez pueda imponer una pena inferior en grado en atención a las circunstancias personales del «autor» (no de la víctima) y a las circunstancias concurrentes en la realización del hecho, tipo privilegiado que sin embargo no se contempla en relación con el resto de tipos que comprenden este género de violencia. La explicación para esto puede residir que estos tipos privilegiados sirven como elementos de corrección de la posible discriminación negativa de los hombres, pues en atención a sus circunstancias personales (que se trate de una persona no violenta, que no obre por motivos discriminatorios, etc.) o a las del hecho (reacciones defensivas, etc.) se puede atenuar la pena, hasta un extremo al que no llegaría nunca la mujer cuando fuera agresora. De forma que se complica tanto la regulación que al final no se sabe bien si se está discriminando positivamente al hombre o a la mujer. Aunque en términos globales sale más favorecida la mujer, pues ni puede realizar el tipo superagravado (salvo en aquellos casos excepcionales en que su víctima sea especialmente vulnerable y conviva con ella), ni el tipo privilegiado, sino que en general y en su caso responderá del tipo básico común, mientras que si el sujeto activo es el hombre lo normal será que responda del tipo superagravado, salvo en el supuesto raro y excepcional en el que se le aplique el tipo privilegiado.











(1) Véanse a título de ejemplo las estadísticas proporcionadas por el Informe de la Caixa sobre los malos tratos a mujeres en España, publicado en http://www.pdfs.lacaixa.comunicacions.com/webes/wpp0pdfp.nsf/vico/es10_c6_esp.pdf/$file/es10_c6_esp.pdf, así como los datos más recientes proporcionados por el Instituto de la Mujer, del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, en la dirección: http://www.mtas.es/mujer/MCIFRAS/PRINCIPA2.HTM.

(2) En efecto, en el ámbito penal y con posterioridad al Código Penal de 1995, hay que mencionar las reformas operadas por la LO 14/1999, de 9 de junio, de modificación del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en materia de protección a las víctimas de malos tratos; la LO 11/2003, de 29 de septiembre, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros, y la LO 15/2003, de 25 de noviembre, por la que se modifica la LO 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. En el ámbito procesal penal destacan la LO 13/2003, de 24 de octubre, de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en materia de prisión provisional, y la Ley 27/2003, de 31 de julio, reguladora de la Orden de protección de las víctimas de la violencia doméstica.

(3) Además esta forma de proceder por parte del legislador es de dudosa racionalidad, porque no se ha evaluado la eficacia de las reformas anteriores desde un punto de vista empírico y científico. También el Informe del Consejo General del Poder Judicial al Anteproyecto de la Ley Orgánica integral de medidas contra la violencia ejercida sobre la mujer señala que el mencionado anteproyecto nace en un contexto de una pluralidad de iniciativas legislativas, que por su corto espacio de vigencia no permite aún valorar su eficacia real para combatir este fenómeno social. Por otra parte, es necesario poner de manifiesto que a cada reforma penal en este ámbito le ha seguido un incremento y no un descenso de las cifras de víctimas.

(4) Véase el análisis realizado en nuestro trabajo: «El nuevo tratamiento de la violencia habitual en el ámbito familiar, afectivo y similar tras las reformas de 2003 del Código Penal español», Revista de Derecho Penal y Criminología, núm. 14, 2004, en prensa.

(5) Véase, haciendo una referencia general a todas las reformas penales que han venido acompañando a las que vamos a referirnos, DÍAZ-MAROTO y VILLAREJO/SUÁREZ GONZÁLEZ en el Prólogo a la 30.ª edición del Código Penal y legislación complementaria de la Editorial Civitas, Madrid, 2004.

(6) De entre las primeras manifestaciones que se han hecho a este respecto, véanse las críticas vertidas sobre el Proyecto de Ley por parte del Grupo de Estudios de Política Criminal en los diarios El País, El Mundo y ABC; GIMBERNAT ORDEIG, Prólogo a la décima edición del Código Penal, Tecnos, Madrid, 2004, págs. 17 y ss.; MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ, «Una rectificación insuficiente del Gobierno», La Voz de Galicia, 9 de julio de 2004. Asimismo véase el Informe del Consejo General del Poder Judicial al Anteproyecto de la Ley Orgánica integral de medidas contra la violencia ejercida sobre la mujer.

(7) La Real Academia Española (RAE) elaboró el pasado 13 de mayo de 2004 un completo informe sobre la expresión «violencia de género» en el que recomendó el uso de la denominación «violencia doméstica» y no «de género». En lugar de este último anglicismo propuso que el proyecto de Ley integral contra la violencia de género pasase a denominarse «Ley integral contra la violencia doméstica o por razón de sexo». En el mencionado informe la RAE indicó que la palabra «género» tiene en español los sentidos generales de «conjunto de seres establecido en función de características comunes» y «clase o tipo». Recuerda además el significado gramatical de género y su clasificación en masculino, femenino y, en algunas lenguas, también en neutro, y señala que para designar la condición orgánica, biológica, por la cual los seres vivos son masculinos o femeninos, «debe emplearse el término "sexo"». Es decir, «las palabras tienen "género" y no "sexo", mientras que los seres vivos tienen "sexo" (y no "género")». El origen de la expresión «violencia de género» procede, como señala LÁZARO CARRETER, de la Conferencia de Pekín de 1995, en la que ciento ochenta gobiernos firmaron un documento donde se adoptaba el vocablo inglés gender, «sexo», para combatir la violence of gender (la ejercida por los hombres sobre las mujeres) y la gender equality de mujeres y hombres. De ahí que se preguntara el ilustre lingüista aragonés si «deben obedecerse las leyes, decretos, regulaciones y demás rémoras contra el libre albedrío humano cuando contienen yerros idiomáticos reveladores de que, al dictarlas, se ha hecho una higa al diccionario»; véase LÁZARO CARRETER, El nuevo dardo en la palabra, Aguilar, 2.ª ed., Madrid, 2003, págs. 193 y ss.

(8) Los arts. 28 bis a 32, que comprenden la tutela penal, fueron aprobados por 190 votos a favor, 130 en contra y una abstención.

(9) Por cierto, obsérvese que sólo en el supuesto de las amenazas leves, y no en el de las coacciones leves, se ha tipificado en el núm. 5 del art. 171 la misma conducta como delito cuando afecte a alguna de las personas a las que se refiere el art. 173.2 del Código Penal.

(10) Nos referimos, a mero título de ejemplo, al delito de violación tipificado en el art. 429 del Código Penal de 1973 y antes de la reforma operada sobre este texto legal en 1989. En este precepto se establecía que: «La violación de una mujer será castigada con la pena de reclusión menor. Se comete violación yaciendo con una mujer en cualquiera de los casos siguientes: 1. Cuando se usare fuerza o intimidación. 2. Cuando la mujer se hallare privada de razón o de sentido por cualquier causa. 3. Cuando fuere menor de doce años cumplidos, aunque no concurriere ninguna de las circunstancias expresadas en los dos números anteriores».

No obstante, recientemente ha habido un intento previo de introducción de un delito especificando que el sujeto pasivo tenía que ser una mujer, concretamente en el Proyecto de la LO 11/2003, en el art. 149.2 del Código Penal que establecía «el que causare a una mujer, cualquiera que fuese su edad, la ablación del clítoris u otra mutilación genital en cualquiera de sus manifestaciones será castigado con la pena de prisión de seis a doce años. Si la víctima fuere menor o incapaz, será aplicable la pena de inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento por tiempo de cuatro a diez años, si el Juez lo estima adecuado al interés del menor o incapaz». Aunque la redacción final de este segundo apartado del art. 149 ha sido otra, la Exposición de Motivos de la LO 11/2003, publicada en el BOE del 30 de septiembre de 2003, se refiere expresamente a «la mutilación genital de mujeres y niñas como práctica que debe combatirse con la máxima firmeza».

(11) Véase SILVA SÁNCHEZ, La expansión del Derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales, 2.ª ed., Civitas, Madrid, 2001, págs. 66 y ss.

(12) Véase GIMBERNAT ORDEIG, Prólogo a la décima edición del Código Penal, Tecnos, Madrid, 2004, pág. 18. Véase también en este sentido MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ, «Una rectificación insuficiente del Gobierno», La Voz de Galicia, 9 de julio de 2004.

(13) Véase la Exposición de Motivos del Proyecto que indica que la violencia de género «se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión».

(14) Véanse a este respecto, sobre el Derecho penal de autor y su contraposición con el principio de culpabilidad, las SSTC 151/1991, de 4 de julio; 61/1998, de 17 de marzo, y las SSTS Rec. 1027/2001, de 22 de enero, y Rec. 1184/2001, de 30 de octubre.

(15) En relación con el supuesto relativo a la víctima especialmente vulnerable que conviva con el autor puede entenderse ya comprendido por la circunstancia núm. 3.ª del art. 180.1, aplicable a las agresiones y abusos sexuales. En el acoso sexual (art. 184.3) y en la prostitución (art. 188.1) se tiene en cuenta también esta circunstancia de la víctima.

(16) Véase BODELÓN GONZÁLEZ, «Género y sistema penal: los derechos de las mujeres en el sistema penal», en Sistema penal y problemas sociales (Roberto Bergalli, coordinador), Tirant lo Blanch, Valencia, 2003, págs. 472-484.

(17) Véase en este sentido el Informe del Consejo General del Poder Judicial al Anteproyecto de la Ley Orgánica integral de medidas contra la violencia ejercida sobre la mujer. Además aquí se revela una falta de sintonía interna en esta reforma cuando se exige expresamente en los supuestos de especial vulnerabilidad de la víctima la convivencia con el autor, siendo que no se requiere en el caso de que la víctima sea la mujer, ni tampoco se corresponde con que buena parte de los sujetos del art. 173.2 del Código Penal hayan dejado de estar vinculados en todos los supuestos por el nexo de la convivencia.

(18) Véase MARTÍN VIDA, Fundamento y límites constitucionales de las medidas de acción positiva, Civitas, Madrid, 2002, pág. 150.

(19) Véase el Informe de la actividad de los órganos judiciales sobre violencia doméstica, año 2003, elaborado por el Consejo General del Poder Judicial, que señala que las mujeres constituyen el 90% de las víctimas y los hombres son el 10% restante. Consúltese el mencionado informe en la siguiente página web: http://www.poderjudicial.es/cgpj/Docuteca/ficheros.asp?intcodigo=3477&IdDoc=S.

(20) En opinión de LARRAURI, una mayor criminación no comporta una mayor protección de las mujeres, y, por otro lado, considera esta autora que si se pretende hacer creer que una mera elevación de penas o la creación de nuevos delitos mejorará la situación de las mujeres, se están creando expectativas que luego se defraudan; véase LARRAURI PIJOÁN, «¿Por qué retiran las mujeres maltratadas las denuncias?», Revista de Derecho Penal y Criminología, núm. 12, 2003, pág. 276.

(21) Véase GIMBERNAT ORDEIG, op. cit.

(22) Véase ROXIN, Strafrecht, Allgemeiner Teil, Band I, 3. Auflage, Verlag C.H. Beck, München, 1997, 139.

(23) Véase nuestra propuesta de interpretación del fundamento de la autoría del delito del art. 153 aún vigente en «El nuevo tratamiento de la violencia habitual en el ámbito familiar, afectivo y similar tras las reformas de 2003 del Código Penal español», Revista de Derecho Penal y Criminología, núm. 14, 2004, en prensa.

(24) Véase sobre esta particular cuestión DÍEZ RIPOLLÉS, La racionalidad de las leyes penales, Trotta, Madrid, 2003, págs. 147 y ss.

miércoles, diciembre 14, 2005

MATERIALES 7. LA TOLERANCIA Y SUS POSIBLES LÍMITES.

Lea críticamente el texto que figura a continuación, del que es autor el prof. Aurelio Arteta y que se titula "Tolerancia o barbarie". Dicho texto puede encontrarse como parte de un libro virtual titulado "Debate sobre multiculturalismo y tolerancia" y que contiene otros trabajos muy interesantes, especialmente desde una perspectiva de teoría feminista. El libro se puede "bajar" entero, en PDF, en la siguiente dirección electrónica:
http://creatividadfeminista.org/libros/gratis/multiculturalismo.pdf
El referido texto de A. Arteta está en en las páginas 55 y sgtes.

Tome postura frente a dicho texto, detalle qué argumentos le convencen y cuáles no y trate de buscar en él tesis discutibles.
No es necesario hacer comentario escrito de esta lectura. Se debatirá oralmente en la semana del 19 de diciembre, en horario de clase.


Aurelio Arteta La tolerancia como barbarie

« ... el dicho de aquel lacedemonio que, al ser alabado el rey Carilo, dijo:
¿Cómo puede ser hombre bueno el que ni siquiera es severo con los malos?»
(Plutarco, Moralia)

El otro enemigo de la tolerancia: el tolerante

La tolerancia aparece como demanda política y virtud moral allí donde está amenazada la libertad o incluso la vida de las personas a propósito de sus creencias o modos de vida; o sea, en el seno de una sociedad que no sólo las desprecia por diferentes, sino que las persigue por peligrosas. Así surgió en medio de pasadas guerras de religión y reaparece todavía hoy, aunque bajo otros rasgos, en las llamadas sociedades multiculturales. Aquí la ocasión de la tolerancia es precisamente la realidad brutal de la intolerancia; su objetivo, acabar con todo género de injusta discriminación civil.

Pero hay un aspecto de la tolerancia más oculto y disimulado, en el que ya no es la vida física de los individuos, sino su desarrollo moral, lo primero en correr peligro; ni es tampoco la libertad política de ciertos grupos, sino de la sociedad entera lo que está puesto en cuestión. Parece un fenómeno estrictamente contemporáneo y propio de las sociedades democráticas avanzadas. Ya no es la intolerancia, sino más bien el talante habitual de la tolerancia misma y el riesgo de sus abusos lo que merece constituirse en objeto de atención y prevención. Pues se diría que aquella virtud ha degenerado en vicio. Cierto que este nuevo abordaje más mediato y complejo supone ya felizmente rebasado por regla general aquel estadio histórico o cultural en el que la tolerancia era tan sólo una aspiración. Pero su gravedad presente estriba en que el mal resulta más invisible de tan amplio y difundido, hasta el punto de ser probable que el propio observador crítico se halle también sumergido en él.

Y a fin de cercar cuanto antes el enemigo a batir, diré que no se trata tanto de lo que cabría denominar tolerancia vertical como de la horizontal. Esto es, no de esa tolerancia que puede y debe manifestar todo poder hacia sus subordinados, sino de la que personas de igual condición jerárquica nos prestamos unos a otros. Ni tampoco apunto sólo a la tolerancia pública, ésa que se aplica en particular a los dichos y hechos propios de la vida ciudadana, sino también a la privada y la que concierne a nuestras opiniones y pautas de vida como simples individuos. Más que la tolerancia civil acerca de cuestiones prácticas (es decir, ético-políticas), en buena medida ya consagrada en nuestros textos constitucionales, me importa la tolerancia social y cotidiana. Aún más que la tolerancia instituida como norma positiva, interesa examinar ese universal espíritu tolerante que bajo múltiples usos impregna la atmósfera de nuestro tiempo.

Me refiero ante todo a esa forma de tolerancia que en los últimos años ha recibido diversos nombres: indiscriminada o pura (Marcuse), negativa (Bobbio), insensata (Garzón Valdés) y otros cuantos. La llamaré falsa tolerancia (o con otros varios calificativos, según exija el contexto), para contraponerla a la genuina o verdadera. Pues su carácter falaz radica en las graves deficiencias de que adolece y que pueden presentarse juntas o por separado. Digamos que el sujeto de esta tolerancia carece, para empezar, de convicciones propias en grado bastante como para enfrentarlas a cualesquiera otras, y entonces aquella tolerancia se confunde con la indiferencia o el escepticismo. O le faltan buenas o suficientes razones para tolerar, y en tal caso aquella actitud procede de una ignorancia más o menos culpable. O, en fin, arraiga en la flaqueza de su voluntad y de su compromiso con el otro o con su sociedad, por donde su transigencia aparente obedece más bien a una real dejadez, pereza o cobardía.

Claro que la falsa tolerancia puede además nutrirse de otras oscuras raíces y ser el disfraz que encubra disposiciones tan poco encomiables como las citadas. Entre ellas, la simple burla de la dignidad humana o, cuando menos, esa misantropía que nada bueno o verdadero espera del hombre. O también el miedo que engendra una tolerancia amedrentada, que concede tan sólo por desconfiianza en el propio poder o por temor al poder del otro. Un miedo, por cierto, que no es a las consecuencias morales de la tolerancia ni a los eventuales perjuicios sociales y políticos que se deriven de lo tolerado, sino más bien a las previsibles represalias que pueda maquinar el individuo o el grupo no tolerados. O, asimismo, el puro conformismo con lo que está mandado que a menudo late bajo la tolerancia, y que se ensalza tanto en la presunta virtud del «profesional», que se limita a hacer bien su trabajo, como en la del ciudadano sumiso y despreocupado.

Pero, en todo caso, estamos ante una falsa tolerancia porque tiende a rebasar sus límites y a tolerar lo intolerable. De ahí que sea una tolerancia contradictoria, por lo mismo que conduce a negar sus propios presupuestos. Habría también que llamarla tolerancia vacía: si tanto tolera, pronto nada tendrá que tolerar; en realidad, estaría obligada a censurar cualquier pronunciamiento positivo que perturbe la epojé en que se recrea. Y será una tolerancia fácil y cómoda, porque poco tendrá que resistir y soportar. Según el diccionario, tolerar es «permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente». Pues bien, la auténtica tolerancia tan sólo tolera (y es la que propiamente tolera), porque no renuncia a la búsqueda de la verdad o del bien más apropiados; la falsa, que abandona de entrada todo cuestionarse, acaba comulgando con todo lo tolerado. Aquélla es una convicción, por importante que sea, además de otras; ésta, en cambio, la única convicción o, siquiera, la más firme.

Que esta clase degradada de tolerancia mantiene una estrecha relación con la barbarie parece una hipótesis nada arriesgada. Ella misma se ofrece ya como una forma de barbarie, en su acepción —próxima al uso de Ortega en La rebelión de las masas— de pobreza intelectual y confusión de categorías, criterios y valores morales o políticos. Más aún, aquella falsa tolerancia prepara o alimenta indirectamente la barbarie si ésta se entiende como disposición a la brutalidad en la convivencia civil. Y así, por último, también esta tolerancia es bárbara en la medida en que se muestra como síntoma y producto obligados de aquella barbarie en cualquiera de los dos sentidos antedichos.

Hasta cabría señalar al menos dos circunstancias en las que el vínculo entre ambos conceptos sale reforzado. De un lado, en función del grado en que la tolerancia sea predicada como la virtud pública por excelencia en una sociedad democrática. Pues es de temer que, al quedar todas las demás virtudes cívicas supeditadas a ella, no haya de hecho ninguna y tal sociedad resulte despojada de la potencia capaz de enfrentarse a las fuerzas que pugnan por abatirla. De otra parte, existe el riesgo de que esta blanda tolerancia consienta que la barbarie crezca según la extensión y «naturalidad» con que esta barbarie se instale socialmente. Lo que en un primer momento pudo provocar una mayor hostilidad frente a los bárbaros intolerantes, puede después también —por disminuir la extrañeza de quienes les hacen frente o ganar terreno el cansancio— acrecentar el crédito y conferir alguna dignidad a su causa. La continua cesión del tolerante acentúa la intolerancia contraria, por más que paradójicamente se experimente de un modo más mitigado.

Así que habrá que dirigir una mirada crítica sobre la noción y la práctica de la tolerancia, no sea que ésta se desvíe de su cometido y entre en conflicto insuperable consigo misma. Es cierto que la tolerancia como tal resulta fruto, entre otras raíces, de la necesaria cautela de la razón (política o teológica) respecto de sus propios límites o hacia sus propios excesos. Pero no lo es menos que esta otra torcida tolerancia brota como resultado de una revuelta contra la misma razón; que se me conceda siquiera que ése parece hoy su principal riesgo. Al empeñarse en semejante tarea crítica, uno sabe que se expone no sólo a provocar la ira de los creyentes en este dogma de nuestros días, sino al peligro cierto de incurrir por inadvertencia en el dogma contrario. Pero todo lo dará por bien empleado si logra remover un tanto la certeza «progresista» adherida a aquella tolerancia o simplemente la actual convención que la impone como norma de urbanidad, bajo la que se esconden confusiones o necedades de resultados sin lugar a duda reaccionarios. Vengamos ahora tan sólo a apuntar algunos de sus síntomas más notorios.

Los lugares comunes de la falsa tolerancia

Como no podía ser menos, el lenguaje del día recoge en ciertas fórmulas usuales y manidos tópicos los lugares comunes de esta tolerancia.

Valga de entrada ése —y hace sonrojar tener aún que recordarlo— de que «todas las opiniones son respetables» o el de que «respeto su opinión, pero no la comparto», que resume la quintaesencia de lo que aquí se denuesta. Dejemos de lado la incoherencia de una opinión que, en su mismo enunciado y puesto que admite lo respetable de la proposición contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad, o sea, su falta de respetabilidad. Pues las opiniones no requieren respeto, como se sabe a poco que se conozca su naturaleza, sino más bien su libre contraste recíproco por si de él brota un saber mejor fundado. Si se prefiere, será su confrontación con otras el único «respeto» que las opiniones merecen y la mejor señal de que las tomamos en serio. No son, pues, las opiniones, sino el sujeto personal que las emite el que reclama respeto, y, si siempre hay que prestárselo, ello será con demasiada frecuencia pese a lo erróneo o desaforado de sus opiniones. Reconocer la dignidad del individuo humano no significa rendirse de antemano a lo acertado de sus juicios, sino, al contrario y llegado el caso, probar su debilidad e invitarle a modificarlos.

Y es que, además, la confianza en la veracidad del interlocutor o en la intensidad de sus convicciones nada tiene que ver con extender un crédito ciego a su presunta objetividad o con descuidar los efectos prácticos —tal vez nocivos— de sus creencias. Ni es lícito pasar de un solo salto, como suele ser tentación del tenido por tolerante, del derecho a la libertad de pensamiento o de su expresión al derecho a la verdad de lo pensado o expresado.

Pero lo que se revela al fondo de esta engañosa tolerancia es un desprecio inocultable hacia las ideas en general. Si se confiesa que todas valen por igual, tanto las toleradas como las de quien las tolera, entonces se viene a consagrar el principio de que ninguna vale en realidad nada. Lo más probable es que un tal desdén hacia las ideas y, aunque involuntario, también para quien las sostiene (la reserva o el odio hacia el intelectual sería el caso ejemplar) proceda de la propia escasez de nociones y del descrédito del ejercicio racional por parte del desdeñoso. Pero tampoco es inusitado que, junto a esa debilidad teórica, esté operando bajo esta tolerancia una especie de contrato perverso. De igual manera que proclamo mi deseo de que «nadie se meta conmigo porque yo no me meto con nadie», estoy dispuesto a tolerar lo que se tercie no ya por consideración al otro —y menos aún a sus ideas—, sino para asegurarme su recíproco consentimiento para mis propias ocurrencias o extravagancias.

De suerte que cualesquiera opiniones deben ser aceptadas por irreprochables sin someterlas a la prueba de su discusión. Tan sensible es el débil tolerante de nuestros días a todo lo que ofrezca visos de coacción, que hasta la misma fuerza argumentativa se le antoja un modo de indebida obligación. Y así, ante la previsible réplica enojada de «No querrá usted convencerme», el buen tono exige al que desea encauzar las cosas por la vía del razonamiento a disculparse por adelantado, «No pretendo convencerle, pero ... », o a anticipar un «sin ánimo de polémica ... ». Lo que parece presuponer que las ideas manifiestas, públicas por definición, pertenecen a un orden íntimo e inaccesible en el que. estuviera vetado adentrarse. Se asume asimismo como prejuicio poco menos que evidente la ineficacia de la discusión racional o el supuesto de que todo choque dialéctico enfrenta más a los discrepantes que a sus respectivos puntos de vista. O se olvida que, por personales que se figuren, muchas opiniones en materia práctica traen consigo consecuencias inmediatas o mediatas sobre la comunidad de los hablantes. O se da, en fin, por sobreentendido su carácter inmutable, reacio e inmune a toda argumentación, como si procedieran de un espacio ajeno al del pensamiento; por decirlo de una vez, del mundo del sentimiento, allí donde se fraguan las adhesiones inquebrantables.

Al final, abandonado en aras de la tolerancia el terreno del debate teórico, la consigna llama a refugiarse en la tolerancia de las emociones como último reducto. Se viene entonces a decir que son los sentimientos, en tanto que espontáneos e irrebasables, los que deben ser respetados por igual. Pero no nos dejaremos engañar por esta nueva falacia. Primero, por la obviedad de que no todos los afectos ostentan el mismo valor moral ni producen parecidos efectos en la conducta individual y colectiva: bastaría comparar, si no, la compasión con la envidia. Después, porque ese mundo afectivo no está por principio exento de un núcleo de racionalidad, como lo indica el hecho de que todo sentimiento transporta siempre alguna percepción de lo real y un juicio valorativo. De suerte que los sentimientos no marcan fatalmente nuestro destino, sino que son desde luego educables. No es, pues, forzoso tolerar la emoción que nos parezca infundada o socialmente nefasta; cámbiese si viene a mano la percepción y el juicio moral que la alimentan, y aquella emoción se habrá transformado en otra más apta.

¿Y qué es lo que manifiesta el latiguillo acostumbrado de que un cierto comportamiento o la expresión de cualquier idea «es algo perfectamente legítimo ... »? Se diría que es la aplicación extemporánea de un molde jurídico-legal y, sin que apenas se note, el deslizamiento desde el plano de la legalidad al orden de la legitimidad moral. En pocas palabras, la reducción de todo problema práctico a una cuestión de Derecho.

Esta juridización de lo social y de lo moral no sólo implica de nuevo confundir los derechos de las personas y la libertad para ordenar sus vidas con el sedicente «derecho» de sus ideas o lo justo de esos modos de vida. Es también el mecanismo que hace imposible toda crítica. Se plantea, por ejemplo, la conveniencia de una conducta, su sentido personal o colectivo, los factores que la fomentan o los efectos que de ella puedan seguirse. Indefectiblemente la respuesta será que el sujeto de tal conducta tiene derecho a ello («está en su perfecto derecho»), y sanseacabó el debate. Como si sólo se tratara de dictar permisos o averiguar culpabilidades, el juicio sobre cualquier quehacer, proyecto, gusto u opinión queda zanjado en esos términos al instante. Lo valioso se ha transmutado en lo válido. El interés primero por la explicación ha cedido ante el interés por la justificación y, por cierto, por una justificación legal que parece subsumir sin más toda justificación moral. Según eso, será bueno o, como poco, tolerable lo que el Derecho permite o no condena expresamente como punible. Eso que comienza por ser tolerado acaba, por la fuerza pregnante de la ley y la costumbre, por ser consagrado poco menos que como indudable y fuera de discusión o sospecha.

Mediante tan cómodo como necio procedimiento, el qué mismo en cuestión desaparece en beneficio del se puede o no se puede. Y del se puede se transita sin dilación al se debe, de tal modo que, si algo resulta legal, entonces pasa a ser plenamente legítimo. Esta indebida inflación del punto de vista jurídico se erige en método habitual de la falsa tolerancia. Y así, so pretexto de respeto a la persona y de tolerancia hacia sus ideas, se impide como anatema el juicio sobre la verdad de esas ideas y acerca del valor de su conducta.

Un mecanismo distinto actúa en esa réplica recurrente según la cual «A mí me parece muy bien, pero...», con la que quien tolera procura granjearse cuanto antes la simpatía del contrario o siquiera evitar su cólera. Podría tratarse de una especie de tolerancia aduladora. Mas, por lo general, ahí se encierra sin apenas disimulo la voluntad de tomar distancia con respecto al juicio de uno mismo, el rechazo a fundirse con la propia idea. Sea por temor a ofender o por miedo a discrepar, el otro ha de saber que soy de los suyos o que no me aparto de la norma establecida. Esta pazguata tolerancia nace del pavor a insinuar siquiera la apariencia de dogmatismo, a dar pie alguno a que se nos reproche el más grave de los pecados, o sea, la intolerancia. Poco importa que aquella fórmula ejemplar incurra en la abierta contradicción de que su segunda parte niegue tan tranquila lo afirmado en la primera. Lo que importa es el mero formalismo del decir aceptable, aun al precio de la vaguedad o falsía de lo que se dice.

Su visible conformismo o cobardía se esconde asimismo bajo otras expresiones, como esa de que «cada uno es muy libre para ... », por más que el tolerante intuya o sepa a ciencia cierta los estrechos márgenes en que la libertad propia y ajena se desenvuelve o las escasas dosis de conocimiento que la adornan. Laten también bajo aquella otra muletilla del «ya somos bastante mayores para ... », con la que solemos demandar la deferencia ajena para nuestras convicciones y decisiones, o la de «ya es mayorcito para ... », que nos sirve para desentendemos con buena conciencia del prójimo en alguno de sus malos pasos. Pero aún podemos escudarnos tras una imagen de tolerancia cuando recurrimos al «simple comentario» para así libramos de la sospecha de que osamos emitir un juicio. El omnipresente «comentar» es un decir que no se arriesga. Quien sólo «comenta» está dispuesto a tolerar todo lo que se comenta; en suma, confiesa que habla por no callar.

Así se comprende, en fin, el triunfo indiscutible del y de lo normal, de la normalidad y de la normalización. ¿O no se ha vuelto hoy norma universal elogiar a alguien diciendo que «es una persona de lo más normal»? ¿Acaso no ganan terreno cada día las políticas «de normalización», sea lo que fuere lo así normalizado?

Esto normal comienza siendo lo sociológicamente mayoritario, lo estadísticamente corriente, pero acaba por ser lo moralmente debido. Si algo es habitual, si alguien es del montón, entonces el uno y lo otro son como deben ser. Lo normal deviene la norma ideal, y pobre de aquel que se aleje de ella o la ponga en solfa. Ya es paradójico que la mediocridad, lejos de ser vergonzosa y por ello en lo posible puesta al abrigo de la mirada ajena, se exhiba como muestra de la propia excelencia. Tocqueville fue el primer testigo de esta inversión propia del estado social democrático. Opinar y hacer como opinan y hacen casi todos: he ahí el más alto deber en una época democrática que bien podría tildarse en tantos aspectos de mediocrática. «Opinión pública, perezas privadas», dejó ya sentenciado Nietzsche hace más de un siglo.

Bueno es que la buena tolerancia sea la norma de nuestras relaciones sociales. Lo malo es que aquélla se falsee y, de ser la acogida privada y pública del diferente, se transmute en consagración satisfecha del «normal» y en persecución oculta o declarada del extraño, sobre todo cuando éste se revela superior. Esta intolerancia hacia el distinto por excelente es una secuela de la tolerancia gregaria. En otras palabras, el precio para ingresar o ser estimado en el seno del grupo, el coste de calmar las inquietudes o ahuyentar la soledad que el esfuerzo reflexivo podría depararnos; la venganza dictada por el hombre «normal» contra el que le supera o lo que no entiende. Es la tolerancia interesada o temerosa de quien recela perder en la lucha por el reconocimiento. O es, en palabras de Ortega, la tolerancia que se arroga el derecho a lo vulgar, el derecho del hombre ordinario a entronizar socialmente su vulgaridad. No hará falta añadir que quien se oponga a sus pretensiones será acusado ipso facto de elitismo intolerante.

Una ética de amplias tragaderas

La atmósfera moral reinante, el ethos colectivo occidental, rezuman esta falsa tolerancia. Señalemos tan sólo algunos de sus componentes más extendidos.

Sea el primero —como es harto sabido— el relativismo, tanto en su versión epistemológica como en la cultural y moral. Nada más cierto todavía que lo que A. Bloom escribió hace algún tiempo: «Hay una cosa de la que un profesor puede estar absolutamente seguro: casi todos los estudiantes que ingresan a la universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa. Si se pone a prueba esta creencia, la reacción de los estudiantes será, sin duda de incomprensión ( ... ) Sólo tienen en común su relativismo y su fidelidad a la idea de igualdad.»' Así que, descartada de plano por absurda toda aspiración a un saber objetivo y universal acerca de lo humano, lo único indudable es la duda y la sola creencia universal es la fe en el valor incomparable de lo singular. Ni hay jerarquía entre culturas o modos de vida, ni hay tampoco valores o prácticas que puedan reclamar validez ni superioridad alguna fuera de sus nichos culturales o de sus límites históricos.

¿Hará falta recordar los contrasentidos en que se mueven tanto este relativismo antropológico como la ingenua tolerancia que en él se baña?' Pues bien podría ser que el respeto a las culturas ajenas y el reconocimiento del otro llevaran, en más de un caso, a tolerar culturas que no toleran al otro. El relativismo aconseja parangonar todas las diferencias, pero tiende a olvidar que hay diferencias (prejuicios sexistas o racistas) que provienen sólo de la más hiriente desigualdad. De suerte que su coherencia abocaría a la incoherencia de ser benigno, por igualitarismo, con el antiigualitario y, movido por su espíritu pacifista, a acoger al más belicoso. Son algunas de las antinomias a que conduce una tolerancia que pretende la más exquisita neutralidad moral; y que —acaba topando con los ideales de libertad o derechos humanos.

Porque el afán de proponer algunos de nuestros valores como los más elevados no es señal cierta de esa forma de intolerancia que sería el etnocentrismo. Al fin y al cabo, nota característica de aquellos valores es la confianza en su capacidad de ser racionalmente transmisibles a todos. Etnocentristas e intolerantes de veras son quienes juzgan su peculiar cultura, no ya como única, sino como incomunicable al resto de la comunidad humana. Por lo demás, el que cree en valores universales tales como la libertad y la igualdad tolerará mal aquellas tradiciones, por diferentes que 1 sean, que los ofendan. Como no ampara al individuo frente a esas culturas que sofocan sus diferencias como tales individuos, esta indulgencia cultural equivale al más rancio conservadurismo; disfrazado, eso sí, de gusto por lo exótico.

Tampoco es difícil desmontar la tolerancia asociada al relativismo moral en general, a menos que se reniegue de las potencias de la razón práctica común o de la posibilidad de acudir a un tribunal que emitiera su veredicto sobre los crímenes contra la humanidad. La ética no está sólo a merced de una cultura o de su tiempo ni tolerar equivale a dar por buenos los valores vigentes en una sociedad. Pues los valores no son algo dado, que manifiestan lo que somos, sino también lo que aún no somos y queremos ser. Tolerar sin más lo que somos entraña cerrar la puerta a (no tolerar) lo que pensamos que debemos ser.

Esta tolerancia de amplias tragaderas se delata en su llamativa ausencia de indignación moral. Ha desaparecido la capacidad de detección de las injurias perpetradas a diario contra la dignidad humana, porque aquella condescendencia las vuelve de hecho invisibles; a lo más, la tolerancia tiene ojos para las atrocidades espectaculares y sólo entonces acepta quedarse en suspenso. El caso es que, aun si contara con aquella aptitud para la indignación, carecería de razones suficientes para combatir su objeto. El tolerante no es propicio a ofenderse; tolera en la medida en que no se indigna.

Tal vez ello dé razón del socorrido tópico por el que se dice preferir el malo listo al bueno tonto. Como si fuera una saludable reacción frente al agobio de pasados tiempos virtuosos, en lugar de reservar al malvado su abierto desagrado nuestra época tolerante parece dotarle de un aura de la que antes carecía. Sea como fuere, se confiesa tolerar la maldad, pero no la insensatez; ésta es más capaz de causar nuestro desagrado que aquélla.

Y es que la indignación, un afecto que acompaña a la virtud de la justicia, goza en la actualidad de un escaso prestigio que la sitúa muy próxima a la intolerancia. Su gesto excesivo o apasionado es bastante para condenarla o reprimirla como muestra de mal gusto o desmesura. Si la tolerancia está reñida con la indignación (y, por eso mismo, con la auténtica compasión), seguramente se debe a que el mal no le conmueve o le conmueve menos. Rozado y limado por todos los costados de su personalidad moral, el tolerante no sólo ha perdido las aristas con que pinchar a otros, sino también buena parte de la propia superficie que pueda ser herida. De ahí su falta de órgano para el escándalo moral. Como todo ha de ser tolerado, el sobresalto ante el mal no culminará en la queja ni en un recordatorio de los principios atropellados. Antes de ello, nuestro hombre estará más bien tentado a culparse a sí mismo de su incipiente escándalo, como si fuera el residuo de una intolerancia que aún no ha sabido domeñar del todo. Si hemos convenido en que al otro le asiste la razón o el derecho a disentir en lo que guste, ¿por qué escandalizarse de lo que pudiera decir o hacer?

Pero también el inmenso descrédito de la admiración moral ofrece una prueba indirecta del triunfo de una satisfecha tolerancia. Cuando se tolera todo, es que nada se admira. Si bueno por antonomasia es quien tolera, no pueden ser buenos ni el héroe, ni el santo, ni el genio ni el sabio: a fin de cuentas, todos ellos representan en grado excelso otras tantas figuras de la intolerancia. Nadie hay a quien imitar, si se exceptúa al tolerante, o sea, al «nominal»; éste se ofrece como el único modelo admirable. Fuera de eso, cualquier entrega a la admiración es peor que un prejuicio: es una humillación intolerable. ¿O no habíamos tolerantemente quedado en que «nadie es más (ni menos) que nadie»?

Si se consiente hasta el mal, tal vez sea porque no se alberga idea lo bastante nítida del bien. Lo que vale tanto como decir que a la banalidad del uno le corresponde como su envés la banalidad del otro. Nada hay, ni en bueno ni en malo, que merezca el título de ejemplar. Al igualar por idéntico rasero proyectos, conductas o pensamientos, la tolerancia rebaja o asciende de categoría moral a todo cuanto toca, con el resultado de que todo sale malparado en su propio valor. Cuando menos, se admitirá que la moderación que conlleva no la vuelve proclive al entusiasmo: un «entusiasmo tolerante» o una «tolerancia entusiasta» suenan a dislates. ¿Y si esta supuesta benevolencia, hoy elevada a máxima potencia o virtud, fuera más bien un signo de impotencia no confesada?

Lo cierto es que de ella no emana el compromiso moral con un otro preciso ni con una causa en particular (salvo la de la tolerancia misma). Su compromiso es más negativo que positivo: se diría que el tolerante se instala en el firme compromiso de no comprometerse. Su abstención será mejor o peor fundada, contendrá dosis variables de buena voluntad o de cinismo, pero en todo caso tendrá que renegar del derecho o del deber de injerencia. Sea por indiferencia disfrazada de respeto al otro, sea por horror a invadir el territorio de su libertad (aunque ésta haya sido ya ocupada) y provocar su presunta humillación, nuestro pasivo tolerante se prohíbe la entrada en los asuntos ajenos, lo mismo públicos que privados.

Ya no hay, pues, que formar la voluntad del sujeto en los motivos de su elección moral, sencillamente porque ya no tiene que arriesgarse a elegir. El tolerante por exceso sugiere aceptar a la vez todas las opciones en juego (esto es, de hecho, no optar por ninguna), puesto que a todas las juzga igual de válidas y tolerables. La debida tolerancia mantiene una dolorosa tensión en la persona que accede a convivir en paz con quien, aunque dotado del derecho que él mismo le reconoce, ofende sus convicciones. Esta otra tolerancia falsa protege a su sujeto de cualquier desgarramiento moral, porque comienza por privarle de toda convicción y del penoso trabajo de decidir en conciencia.

Transigencias democráticas

Pero donde la tolerancia pura encuentra campo abonado para su labor de zapa es en la política, tal como se plasma en ciertas maneras y prácticas institucionales del régimen democrático que conocemos. Hoy florece como nunca una blanda, bienpensante, contagiosa tolerancia democrática.

Ella es sobre todo la que permite y al tiempo expresa el predominio indisputable de la «forma» democrática sobre sus reales «contenidos». La picajosa intransigencia en las formas (cauces de la representación, trámites parlamentarios, regla de las mayorías, etc.) es el otro rostro de una amplia tolerancia hacia los contenidos. Por indeseables que sean los que se cuelen, al final dejan de considerarse así con tal de que hayan venido por la gatera reglamentaria. La atención preferente a lo correcto no deja de ocuparse demasiado de lo justo. El gran mérito de la democracia estriba sin duda en la imposición de su procedimiento en la vida pública; su clamoroso fracaso, en cambio, procede de que muchos de sus más ansiadas metas se hayan agotado en esa mera forma, de que su forma sea todo su contenido.

Si el régimen democrático no ha cumplido sus mejores promesas, la tolerancia entrañada en sus reglas de juego tiene en esa decepción buena parte de culpa. Una tolerancia así de limitada no pone los límites debidos a la injusticia; al contrario, con harta frecuencia tiende a asentarla. Hay, pues, que desechar «una concepción enfática y fetichista de las «reglas de juego» democráticas, como normas que simplemente hay que respetar y aplicar —cosa, por otro lado, necesaria— y no en cambio (e indisolublemente) como punto provisional de llegada que hay que defender y en el que no hay que detenerse, estableciendo otras reglas formales para su posterior, y no garantizado, desarrollo Pues, tal como sucede con la democracia, en cuanto la tolerancia que la distingue se contenta con lo alcanzado, se traiciona.

Claro que a lo mejor resulta que la democracia al uso no es fiel ni siquiera a sus formas tan veneradas y que, por lo tanto, su característica tolerancia no sólo tolera de hecho lo injusto, sino también lo formalmente incorrecto.

Para atestiguarlo, he ahí el progresivo abandono en el procedimiento democrático del debate abierto de las diversas propuestas en beneficio de su pura y simple puesta a votación. O, lo que es igual, el hurto descarado del momento de la deliberación por el de la decisión. Seguramente porque un equivocado espíritu de tolerancia tiende a prescindir —como si fuera una concesión graciosa— del enfrentamiento dialéctico, no sea que degenere en reyerta. Lo cierto es que se ha eliminado lo que eleva a la democracia sobre cualquier otro modo de gobierno: la —argumentación pública de la palabra pública como el instrumento básico de las resoluciones sobre lo común. Así borrada la instancia principal para la formación de la voluntad política, basta la desnuda expresión de esa voluntad y sobra una conciencia razonadora que se adivina peligrosa o poco rentable. El demócrata no tolera el dictado público de la fuerza, pero sí una voluntad remisa a dar o recibir razones en público; es decir, tolera una forma benigna, pero aún cercana, de la fuerza.

Porque no es verdad que votos sean razones. Tamaña simpleza se repite al sostener que una decisión políticamente incuestionable es ya la adoptada por mayoría, así de fácil, pero sin haber dado siquiera ocasión a atender y meditar los argumentos de las partes. El mercado se basta con la oferta y la demanda; la política, si quiere ser democrática, ordena sobre todo justificar lo que se pide y se ofrece. De ahí lo difícil de que haya democracia sin demócratas, es decir, sin ciudadanos educados en la palabra pública y en la conciencia de su valor.

De ahí, por cierto, que sea cosa tan repudiable —contra su inmaculada apariencia— esa política vulgar basada en los sondeos de opinión, ese moderno gobierno de encuestas. Ni siquiera cuando la investigación social quedara fuera de sospecha y el acuerdo entre los encuestados rayara en lo unánime, el gusto dominante habría de pasar como un dictamen que el gobierno debe al punto complacer. Si así fuera, sobraban la política y los políticos, los programas y los Parlamentos; confiaríamos nuestro destino común a los estadísticos y demás ingenieros sociales. Es lo que sucede al saltarnos esa instancia clave en la que las opiniones y propósitos particulares acerca de lo común han de contrastar su validez o su oportunidad en el foro público.

De modo que apelar de inmediato a la votación como modo democrático de dirimir los litigios acerca de la organización pública es un fiasco a la democracia. Hacerlo así por tolerancia o tolerarlo sin reproche, es también un fraude a ese ciudadano o sujeto racional de la política al que así se reduce a sujeto de intereses. Ya desde el comienzo, la búsqueda del centro sociológico como obligada estrategia electoral pide a los partidos templar su ideología y su programa, o sea, transigir con doctrinas o demandas que no son en puridad las suyas. En sus fases posteriores, esta tolerancia aconseja utilitariamente la renuncia a la dialéctica desde la creencia en la irreductibilidad de las posiciones políticas encontradas. La tolerancia democrática dice asentarse en el valor de la palabra, pero niega a cada paso la fuerza convincente de la razón y supone que el ciudadano no razona.

Sólo así se explica el predominio creciente de la negociación como instrumento político privilegiado. O sea, un expediente ideado para alcanzar acuerdos en el interior de la esfera mercantil —que requiere magnitudes calculables, términos medibles y comunicación privada o más bien secreta—, se trasvasa tal cual al espacio público y en una proporción abusiva. Los asuntos de todos se resuelven entre muy pocos, la plaza pública cierra sus puertas y lo que es preciso ver se torna invisible. Una vez más, la razón fuerte se supedita a una razón instrumental y aludir siquiera a los principios suena al colmo del despropósito ante la constancia de que los intereses en juego no se dejarán persuadir. Descartada cualquier invocación de un orden de ideas, entronizado el pragmatismo, sólo cabe ya negociar. Lo que no sea susceptible de trato y arreglo comercial, lo que no entra en este bargaining, simplemente se tolera.

La tolerancia, pues, no sólo es la plataforma precisa para la negociación: también es el precio pagado por el regateo. Todo hay que sacrificarlo al consenso general, hasta el acuerdo consigo mismo, un consenso —claro está— no va más allá de un manso consentir. Y si el tratante público llega a afirmar que todo es negociable, lo que está pregonando es que todo resulta tolerable, hasta lo intolerable mismo, y tacharía de intransigente a quien lo pusiera en duda y anduviera con remilgos. Para entonces la cuestión de la tolerancia ha perdido del todo su viejo sentido.

La tolerancia democrática arranca del pluralismo social o ideológico y en él debe ejercerse. Pero en su versión más torpe y cotidiana, lejos de asumirlo como un mal menor, consagra ese pluralismo como el ideal perseguido. De manera que no sólo se predica la bondad de que haya diferentes (actitudes, propuestas, doctrinas, etc.), sino que todo lo diverso es bueno ya por el hecho de ser diferente. Sin entrar para nada a juzgar su diferencia, o más bien prejuzgada ya como señal segura de riqueza, lo distinto o discrepante es por sí mismo encomiable. Y hasta se añade con soltura que la situación contraria sería aborrecible por aburrida, miserable o sospechosa; lo que significa, como es natural, que toda unicidad (y uniformidad, y univocidad, etc.) habrá de juzgarse maligna.

Así que, puesta a sobrevivir, la tolerancia tendría que alentar por sistema la discrepancia, incluso la más artificial o peligrosa. En su papanatismo, se vería obligada a recelar allí donde reinaran la unidad y el acuerdo. Oigamos, en cambio, a un ensayista contemporáneo: «En la discusión popular actual se dice que la diversidad es el fin de casi todo ( ... ). En la medida en que semejante afirmación no sea tan sólo un medio para evitar la discusión, entendemos que en una sociedad libre deben existir muchos modos de vida elevados o nobles para que hombres y mujeres puedan elegir entre ellos. Pero concentrarse en la diversidad como tal es contraproducente. En efecto, para que surja un modo de vida nuevo y serio, y para que se mantenga, quienes lo fundan deben creer en su verdad y en su superioridad respecto de otras posibilidades; de ahí que no puedan sostener que la diversidad sea sencillamente deseable. Lo que ha de buscarse no ha de ser nunca la diversidad: hay que buscar la verdad, la verdad sobre el bien supremo y el fin supremo de la vida.»'

Palabras mayores, se dirá; tal vez, pero es el sentido común quien las dicta. Pues la diversidad —y el pluralismo consiguiente— es un hecho, dada la condición humana, seguramente insuperable, no un ideal que conquistar. Y la tolerancia que haga pacífica y llevadera esta realidad entre los humanos alcanzará sucesivas estaciones de paso, nunca la meta definitiva. Ano ser, claro está, que la tolerancia se tome como un fin en sí mismo en lugar de medio para reducir lo diverso y conciliar los opuestos. Sólo esa tolerancia que induce a su sujeto a no mirar de frente las distintas opciones y a valorar a todas por igual (e igual de bien), no sea que se vea forzado a revelar sus preferencias y tener que fundarlas, cae en el absurdo de conceder el mismo rango de verdad tanto a una opción como a su opuesta. Pero entonces es una tolerancia confusa, que se adecua al guirigay y en el caos se siente como en su lugar natural.

Una tolerancia democrática mal entendida, además, propicia la extensión infundada de derechos mientras se muestra tibia o complaciente ante el incumplimiento de los deberes. Como arrastrado por una incesante conciencia de culpa, el tolerante está dispuesto a pregonar como derecho humano inalienable lo que no pasa de ser un simple gusto o mera aspiración. En realidad, basta con que los demandantes lo voceen con la debida insistencia para concederlo. Cualquier deseo, nada digamos si se presenta como un deseo «popular», está siempre a punto de erigirse en norma. Esta tolerancia se muestra a menudo como la máscara más seductora de la demagogia.

La condescendencia bienpensante confunde con facilidad el indiscutible derecho a demandar, pues no faltaba más, con el muy discutible derecho a obtener lo demandado. No toda solicitud, por mayoritaria o popular que se presente, es ya por ello atendible por el poder político y marca su pauta al gobernante. Podemos pedir la luna, y es empeño imposible el concedérnosla; podemos reclamar lo injusto o hasta lo delictivo, y serían peticiones inadmisibles. Mientras no se justifique sino por el número de sus adherentes, una demanda no pasa de ser una demanda. Que su objeto sea derecho, aspiración razonable o capricho de pocos o muchos, para dilucidarlo el talante democrático y la justicia distributiva requieren su discusión o deliberación pública, no una vaga e irreflexiva tolerancia.

Hay veces en que la concesión tolerante se escuda tras el pretexto de que favorecer a los unos no entraña perjudicar a los otros. ¿Pero es que cabe conceder derechos a un grupo sin que la Administración se imponga al momento el deber de satisfacerlos y el resto de los ciudadanos se obligue a respetarlos? En otras ocasiones arguye angélicamente que ensanchar los derechos de algunos desfavorecidos no priva de sus derechos a los demás. Pero, desde unos recursos públicos limitados, ¿cómo sería posible el atender una reivindicación particular que no postergue o recorte la atención de otras necesidades sociales tal vez más generales, graves o urgentes? Ya puede revestirse de la neutralidad que quiera, que este género de tolerancia pública nunca será neutral.

Sucede incluso que el no poner cotos a los derechos los invalida de raíz: pues bajo su aplicación graciosa cabe todo, hasta el no derecho. Entonces el tolerante no se atreve a prohibir el insulto a fin de no recortar la libertad de expresión... de insultos; ni a castigar la manifestación pública de amenazas para no reprimir la libertad ¿de manifestarse o de amenazar? Es la incontinencia en el tolerar, su falta de reflejos para fiijar sus topes, lo que ha de inquietarnos. La minoría política, por ejemplo, está en posesión de derechos en tanto que minoría, entre otros el de discrepar de la opinión mayoritaria y procurar legalmente su vuelco, pero no del derecho a desacatar la

voluntad de la mayoría. La minoría no es culpable por serlo, pero tampoco está escrito que ella sola atesora esa verdad práctica todavía ignorada por los demás. La mayoría carece de fundamento para ser arrogante, pero tampoco debe pedir perdón por acoger al grupo más numeroso de la población. Esa avergonzada tolerancia hacia la minoría, esa especie de mala conciencia de las masas, sería en realidad una vergonzante rendición.

Miremos ahora a una sociedad desgarrada durante años por los zarpazos del terrorismo político. Pues bien, contra lo que cabría esperar, la intolerancia extrema del terrorista lleva también al extremo la indefensa conciencia del tolerante. Sacudido a un tiempo por un miedo prolongado y por esa soterrada atracción nacida de la forzosa convivencia con el enemigo, se diría que este ciudadano acaba otorgando algún crédito a la causa que impulsa la matanza. ¿No cuentan que entre secuestradores y secuestrados se entabla también una extraña alianza? Al fin y al cabo, algo por lo que algunos arrostran con tanto riesgo la empresa de arrebatar la vida ajena, pero asimismo la de entregar la propia, no debe de ser un ideal tan absurdo o despreciable. O es probable que aquel ciudadano trate de desentenderse de unos objetivos en juego que no van con él y de un combate que, en apariencia, se libra tan sólo entre una banda armada y el Estado.

Sea como fuere, la tolerancia de ese ciudadano travestido de espectador le predispone a muy graves errores de juicio. Desde su exquisito repudio a cualesquiera métodos violentos, tenderá a equiparar los de su enemigo al ofenderle con los de su Estado al defenderle, y tan reprobables le parecerán los unos como los otros. Él repudia la violencia «venga de donde venga», igual la delicada del amante sobre el amado que la furiosa del criminal sobre su víctima, lo mismo la del ladrón que la del policía...

Y si su extraviada tolerancia está empapada de alguna porción de miedo, ¿no habrá de temer más los medios mortíferos de que los terroristas se sirven que los fines que proclaman? Pues entonces se esmerará en distinguir unos de otros de tal suerte que, condenando sin reserva los medios, o no entra a juzgar acerca de sus objetivos o les atribuye algún grado de verosimilitud. Pasa así por alto la pregunta crucial de si aquellos desesperados recursos resultan tal vez los únicos acordes con un proyecto irracional y por eso inaceptable. Y es que, a los ojos del actor o del espectador, un fin juzgado bueno aporta sin duda cierta bondad a los más perversos métodos de alcanzarlo o reduce siquiera en algo su torpeza. Como mucho, su contraste puede sumirles en la perplejidad, acaso en la escisión moral, pero no les animará a la franca repulsa. Un fin, al contrario, tenido por indeseable o indecente (aunque sólo fuera por infundado) hace aún más repudiables, menos tolerables, las vías salvajes de lograrlo. En suma, esa tolerancia que evita pronunciarse sobre la legitimidad de los fines queda incapacitada para condenar sus medios como se merecen.

Pero hay más todavía. En un impulso de signo opuesto al que hasta aquí observamos, la tolerancia ante el terrorismo cede lo que de ordinario no estaría inclinada a conceder y, en lugar de repartir discutibles derechos entre quienes los soliciten, viene ahora a reducirlos al mínimo. Cuando lo amenazado no es la forma de vida política, sino la vida de cada uno a secas, la frontera de lo tolerable desciende hasta situarse en el simple derecho a la vida. El tolerante no podría llegar más atrás en su retirada.

Y bien que se comprende; sólo que, al hacer del derecho a la vida el primer y básico derecho, se corre el peligro de considerarlo al final el único. Mientras éste no se toque, en los demás —subordinados, accidentales— habría que transigir y dejarlos a merced de los intolerantes o de la capacidad disuasora de los poderes del Estado. ¿Y no es acaso esta entrega de derechos la que manifiesta a las claras el triunfo del terror sobre nosotros? Pues lo que venimos a pedir al Estado, si no es capaz de acabar con ellos, es que se avenga a las peticiones de los terroristas (o sea, que ceda de su derecho, que es el nuestro como sujetos políticos, que transija lo que haga falta) para así asegurar al menos la protección de lo que más nos importa: nuestra subsistencia física.

Si la vida humana es el máximo valor o hay otros valores superiores a los que deba sacrificarse, es materia tremebunda de reflexión. Una cosa al menos parece clara: siendo el de la vida el más primario derecho —y, por tanto, el inicio y el final de lo tolerable—, hay otros derechos sin los cuales aquél resulta animal y abstracto; si no, ¿de qué vida hablaremos? Y si es así, entonces habrá también otros límites anteriores que la tolerancia no debe traspasar. No vale, pues, decir que los problemas de la vida quedan a expensas de la opinión —y de la condescendencia hacia sus diferencias o conflictos de interpretación—, salvo la vida misma. Pues entonces hasta la vida humana resultaría con seguridad dañada por lo intolerable.

Una educación para la barbarie

De todo este clima descrito la política educativa al uso es a la vez fiel reflejo y correa transmisora de su reproducción.

La instrucción en «destrezas» para el mercado a la que apuntan los planes de estudio, desde la enseñanza primaria hasta la superior, dispone al individuo para la tolerancia espúrea que aquí se denuncia. Entre nosostros, por ejemplo, sólo una orientación premeditada o inconsciente hacia tal objetivo aconseja reducir la carga docente de las asignaturas de Filosofía o de Ética y relegar en lo posible las de Humanidades a lo largo del bachillerato (y en las Escuelas de Magisterio). Y es que, en efecto, son materias que sobran, porque ellas mejor que ninguna parecen suscitar y detectar los conflictos acerca de la «vida buena», aunque también sean justamente las más capaces de ordenarlos y zanjarlos.

En lo que aquí nos concierne, el fruto de esta educación es la tolerancia por ignorancia. Una ignorancia de lo tolerable, porque se desdeña por principio alcanzar ese plano de la universalidad que fijaría el marco y los límites de lo que hay que consentir; y una ignorancia de lo de hecho tolerado, en la medida en que se desconocen sus fundamentos y sus consecuencias de todo orden. Aquel que «desprecia cuanto ignora», como decía el poeta, hoy más bien tolera lo mucho que ignora e ignora cuanto tolera.

Una vez suplantada por la pretenciosa ciencia de la pedagogía, la educación contemporánea se ocupa más del cómo que del qué enseñar y desatiende los saberes en provecho de los «diseños curriculares». Su oficio se reduce al dominio del método didáctico, uno de cuyos nervios esenciales lo constituye la más meliflua tolerancia.

Claro que se diría que semejante tolerancia es la que se encarga de proscribir el único expediente que el propio Aristóteles consideró requisito imprescindible para empezar a saber: el asombro (thaumásdein). Porque, a fuerza de tolerar, parece aspirarse a que no nos asombremos de nada. Lo que de antemano se está dispuesto a consentir ya no tiene por qué sorprender ni fascinar, ya no debe suscitar ninguna curiosidad intelectual ni la menor inquietud moral. Nihil admirar¡: ese es el punto de partida y el de llegada.

Condición y resultado de la tarea educativa de nuestros días, la tolerancia se nutre así de una indefinida «apertura» (a los nuevos tiempos, a todas las ideas, a la moda más reciente, etc.). Ella es, como escribiría A. Bloom, la intuición moral en que descansa la tolerancia: «La apertura —y el relativismo que hace de ella la única postura creíble ante las diversas pretensiones de verdad y las diversas formas de vida y clases de seres humanos— es la gran percepción de nuestro tiempo. El verdadero creyente es el verdadero peligro ( ... ) La cuestión no es corregir los errores y tener realmente razón; la cuestión es, más bien, no pensar en absoluto que se tiene razón.» 5 Todo afán de un firme asidero racional, cualquier preferencia o adhesión a unos principios tenidos por más convincentes o justos que otros, serán vistos como ilusiones que al educador corresponde erradicar. Si la finalidad de la educación ya no es prestar conocimientos, sino infundir esta «apertura» como virtud moral, entonces su éxito radica en la difusión de la indiferencia y, su fracaso, en la terca resistencia del individuo que no está abierto a todo.

En definitiva, esta tolerancia de la apertura contradice el móvil que la inspiraba. «La apertura era la virtud que nos permitía buscar el bien utilizando la razón. Ahora significa aceptarlo todo y negar su poder [de la razón] ( ... ). Apertura al cierre es lo que enseñamos. »6 Desesperar por pura tolerancia de la probabilidad de conocer el bien y el mal o simplemente de aprender, es, desde luego, una forma de acomodarnos al presente. Negarnos por ella al riesgo del error es asimismo cerrarnos a la posibilidad de alguna verdad. Invocarla para descreer antes de haber adquirido la menor creencia, o rechazar todo prejuicio para así librarnos de la responsabilidad de juzgar, encierra una voluntad suicida de permanecer en el vacío.

Pero también ha sido esta conformista tolerancia la que dictó en su día el «prohibido prohibir» que padres y maestros cumplen en la medida de sus fuerzas y de su mala conciencia. Es ella la que se nutre de la negativa carga semántica que aún arrastran las palabras de prohibición o discriminación para, sin el menor esfuerzo por penetrar en su oportunidad, desecharlas lo mismo del vocabulario que de la práctica. Basta que hijos y estudiantes identifiquen por las buenas autoridad y autoritarismo para que padres y profesores consientan dejar en suspenso su autoridad y ponerse ellos mismos bajo sospecha. La tolerancia pura se impone sobre la responsabilidad. A fin de cuentas, ¿no es el de «ser uno mismo» el lema educativo más celebrado?

Ahora bien, esa postulada autorrealización del educando como fin supremo y meta ideal del quehacer educativo, «olvida la cuestión de lo que ha de ser reprimido antes de que uno llegue a ser un yo, un yo mismo. El individuo potencial es primero un algo negativo, una parte del potencial de su sociedad, potencial de agresión, sentimiento de culpabilidad, ignorancia, resentimiento, crueldad, que vician sus instintos vitales. Si la identidad del yo ha de ser algo más que la inmediata realización de este potencial (no deseable para el individuo como ser humano), entonces exige represión y sublimación, consciente transformación».' Si uno ha de ser lo que es desde toda la eternidad, en cambio, para ése no hay pautas ni modelos, a ése hay que consentirle todo lo que su singularidad le demanda. Su subjetividad es perfecta por el simple hecho de ser la suya. Y la misma razón por la que él exige ser tolerado le marcará su deber incondicionado de tolerar al otro cuanto éste exija a su vez para su autorrealización.

Uno de los muchos logros perversos de esta engañosa tolerancia educativa es, según vimos, el rechazo o el descrédito de la admiración moral. Si el anhelo máximo es llegar a (y permitir) ser lo que se es, no hay modelo al que contemplar o imitar; la admiración de lo ajeno será tomada como una deserción de lo propio. El imperativo moral vigente ordena la autenticidad, y eso se interpreta como el fundirse cada cual consigo mismo sin fisuras, con sus vicios igual que con sus virtudes. Uno es para sí su modelo absoluto y no hay más deber que esta autoafirmación. A la postre, escribe Brückner, «el valor supremo ya no es lo que me supera sino lo que constato dentro de mí mismo. Ya no "devengo", soy todo lo que tengo que ser en cada instante, puedo adherirme sin remordimiento a mis emociones, a mis deseos, a mis caprichos. Mientras que la libertad es la facultad de liberarse de los determinismos, yo reivindico fundirme con ellos al máximo El reproche que cabe hacer a ciertas filosofías contemporáneas del individuo no es que lo exalten demasiado, sino que ( ... ) propongan una versión disminuida del individuo; es, por último, olvidar que la idea de sujeto supone una tensión constitutiva, un ideal que alcanzar, y que la impostura empieza cuando se considera al individuo como algo hecho cuando todavía está por hacer.»'

Pero nuestro cultivo más hondo y permanente nos lo depara hoy la cultura de masas, cuyo primer mandamiento es la tolerancia y, más en particular, la tolerancia para con el individuo miembro de la maga. La naturaleza universal, homogénea, anónima, espontánea e irreflexiva que caracteriza a la masa indica el tenor de su cultura y, a un tiempo, señala el cómo y el cuánto de nuestra barbarie tolerante.

Nada que ver con la cultura clásica o superior ni con la cultura popular: ahora se trata de cultivar al hombre medio y según los exactos reclamos de su medianía. Por tanto, y como nada debe parecerle extraño, mejor que nada sobresalga y que el contenido más difícil se iguale con el más fácil o que el ídolo deportivo obtenga mayor relevancia que el gran hombre. Ya por ahí se insinúa de nuevo que tolerar significa equiparar y cerrarse a toda distinción de valor. La moda pasajera cuenta tanto como la tradición, el famoso igual que la más alta autoridad y el sabio como el gracioso. La «audiencia» manda y, si los mass media solicitan el acceso universal para ser consumidos, nada más idóneo que la superficialidad del tratamiento. Banalizar es otra de las figuras del masivo tolerar como

requisito del masivo consumir. Y si para esta, cultura una imagen vale más que mil palabras, montar el espectáculo será el medio privilegiado para llegar al homo videns de nuestros días.' Pasividad y acriticismo serán las cualidades reclamadas a un espectador del que ante todo se zarandea su sensibilidad, no su razón.

El miembro anónimo de la masa se ha vuelto el criterio último de lo verdadero, de lo bueno, de lo justo y de lo bello. ¿No habría que concluir que la bárbara tolerancia contemporánea representa la complacencia de la masa consigo misma?


Notas

1. Bloom, A., El cierre de la mente moderna, Plaza y Janés, Barcelona 1989,p.25.

2. Véase una buena síntesis en J. J. Sebrelli, El asedio a la modernidad, Ariel, Barcelona 1992.

3. Bodej, R., Una geometría de las pasiones, Muchnick, Barcelona 1995, p.43.

4. Bloom, A., Gigantes y enanos, Gedisa, Barcelona 1991, pp. 344-345.

5. Bloom, A., El cierre de la mente moderna, ed. cit., p. 26.

6. Ib., p. 39 y ss.

7. Marcuse, H., «Tolerancia represiva», en: R. P. Wolff, B. Moore y H. Marcuse, Crítica de la tolerancia pura, Editora Nacional, Madrid 1977, p.102.

8. Bruckner, P., La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona 1996, pp. 107-108.

9. G. Sartori, La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid 1994, p. 124 ss.